El esfuerzo de Proust consiste en mostrar aquello que él, personalmente, ha conocido. Pero bastaría un leve desliz, un mínimo desplazamiento, para que lo que le ocurrió no hubiera sucedido, o hubiera ocurrido a alguien distinto de él. El esfuerzo de Joyce, en cambio, es una refutación absoluta de los valores que lo precedieron. Joyce crea una semántica nueva de la sensibilidad del escritor frente al mundo. Nada de eso ocurre en Proust. Proust no quiso crear ni transformar la novela moderna. De ahí, sin duda, proviene esa sensación profunda de un futurismo constante en su obra, un futurismo que nos concierne. Siempre se tiene la impresión de que uno podría continuar, prolongar el relato proustiano con el suyo propio. Quiero decir que sus novelas están abiertas, las puertas permanecen abiertas. El lector actual de Proust —aquel que está descubriéndolo— tiene esa experiencia. Borges decía que Shakespeare no existía, que Shakespeare era el lector de Hamlet en el momento de la lectura. Shakespeare soy yo cuando leo Hamlet. Pues bien, encuentro que esa magnífica boutade se aplica admirablemente a Proust. Proust soy yo cuando leo A la sombra de las muchachas en flor. En ese sentido podría decirse que leer a Proust es, de algún modo, escribirlo. Se tiene la sensación de la escritura. Uno participa, en suma, tanto del mundo de Proust como de su creación. *** La enseñanza mayor de Proust es su existencia misma. Que en el mundo moderno haya podido darse una vocación semejante, absoluta, en el espacio y en el tiempo, ya es suficiente. Para mí, ahí está lo esencial. Marguerite Duras |
libros para saber más y textos que me gustan
Lo que me interesa en relación a la escritura.
martes, 11 de noviembre de 2025
Leer a Proust es escribirlo, Marguerite Duras De calledelorco en octubre
viernes, 3 de octubre de 2025
Todo lenguaje es siempre terrorista, Roland Barthes
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martes, 9 de septiembre de 2025
No separar la escritura de la vida, Georges Perec De calledelorco en septiembre 8, 2025
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jueves, 4 de septiembre de 2025
Una mano que agarra una muñeca, Jakuta Alikavazovic De calledelorco en agosto 31, 2025
Entrevistador: El punto y coma, ¿dónde hay que colocarlo… muy brevemente? Jakuta Alikavazovic: Ya no recuerdo quién decía: “El punto y coma, no hay que usarlo nunca, jamás. No es ni un punto ni una coma. Y por eso mismo, no tiene ninguna razón de existir.” Y justamente… es por eso que es extraordinario. El punto y coma crea una respiración, pone una pequeña distancia con lo que acaba de ser dicho… pero manteniendo un vínculo. Es un poco difuso, sí. Pero en esa indefinición hay una libertad de asociación completamente loca. Y no es de extrañar que Virginia Woolf, por ejemplo, haya usado tanto y tan bien el punto y coma, porque una impresión llama a otra. El vínculo no es evidente al principio, pero emerge en ese tiempo de pausa. Es como una foto que se revela en un baño, a la antigua… algo termina por aparecer. Entrevistador: Y entonces… ¿qué diferencia hay entre el punto y coma y… he olvidado el nombre… la raya? Jakuta Alikavazovic: Ah, la raya es otra cosa. Hay un poco más de guillotina en la raya. Es más mordaz. Corta. Cae, así, de golpe. Un día, un escritor me dijo, hablando de mis puntos y coma: “Son como unas manos que agarran una muñeca.” En ese momento pensé: ¿pero qué es esta historia? Y ahora… lo pienso cada vez que pongo un punto y coma. Sí, una mano que agarra una muñeca. Es estupendo. Entrevistador: Es hermoso. Jakuta Alikavazovic |
viernes, 15 de agosto de 2025
Su escritura es algo en sí mismo, Samuel Beckett
En este libro [Finnegans Wake] la forma es el contenido, y el contenido es la forma. Puede usted quejarse de que este material no está escrito en inglés. Pero es que no está escrito después de todo. No está escrito para ser leído, o no solo para ser leído. Se ha creado para ser mirado y escuchado. Su escritura no es acerca de algo, es algo en sí mismo. Cuando el sentido es dormir, las palabras se van a dormir. Cuando el sentido es bailar, las palabras bailan. El lenguaje está borracho. Las palabras se tambalean, eufóricas. Samuel Beckett |
lunes, 28 de abril de 2025
Vivía a la intemperie y sin permiso de residencia, Roberto Bolaño
Escribí este libro para mí mismo, y ni de eso estoy muy seguro. Durante mucho tiempo sólo fueron páginas sueltas que releía y tal vez corregía convencido de que no tenía tiempo. ¿Pero tiempo para qué? Era incapaz de explicarlo con precisión. Escribí este libro para los fantasmas, que son los únicos que tienen tiempo porque están fuera del tiempo. Después de la última relectura (ahora mismo) me doy cuenta de que no sólo el tiempo importa, de que no sólo el tiempo es un motivo de terror. También el placer puede aterrorizar, también el valor puede aterrorizar. En aquellos años, si mal no recuerdo, vivía a la intemperie y sin permiso de residencia tal como otros viven en un castillo. Por supuesto, nunca llevé esta novela a ninguna editorial. Me hubieran cerrado la puerta en las narices y habría perdido una copia. Ni siquiera la pasé, como se suele decir, a limpio. El manuscrito original tiene más páginas: el texto tendía a multiplicarse y a reproducirse como una enfermedad. Mi enfermedad, entonces, era el orgullo, la rabia y la violencia. Estas cosas (rabia, violencia) agotan y yo me pasaba los días inútilmente cansado. Por las noches trabajaba. Durante el día escribía y leía. No dormía nunca. Me mantenía despierto tomando café y fumando. Conocí, naturalmente, gente interesante, alguna producto de mis propias alucinaciones. Creo que fue mi último año en Barcelona. El desprecio que sentía por la así llamada literatura oficial era enorme, aunque sólo un poco más grande que el que sentía por la literatura marginal. Pero creía en la literatura: es decir no creía ni en el arribismo ni en el oportunismo ni en los murmullos cortesanos. Sí en los gestos inútiles, sí en el destino. Aún no tenía hijos. Aún leía más poesía que prosa. En aquellos años (o en aquellos meses), sentía predilección por algunos escritores de ciencia ficción y por algunos pornógrafos, en ocasiones autores antinómicos, como si la caverna y la luz eléctrica se excluyeran una a otra. Leía a Norman Spinrad, a James Tiptree, Jr. (que en realidad se llamaba Alice Sheldon), a Restif de la Bretonne y a Sade. También a Cervantes y a los poetas arcaicos griegos. Cuando caía enfermo releía a Manrique. Una noche concebí un sistema para ganar dinero fuera de la ley. Una pequeña empresa criminal. En el fondo todo consistía en no hacerse rico de golpe. Mi primer cómplice o proyecto de cómplice, un amigo argentino tristísimo, me contestó con un refrán que más o menos venía a decir que cuando uno está en la cárcel o en el hospital, lo mejor es estar también en su propio país, supongo que por las visitas. Su respuesta no me afectó en lo más mínimo, pues me sentía a una distancia equidistante de todos los países del mundo. Más tarde abandoné mi plan al descubrir que era peor que trabajar en una fábrica de ladrillos. En la cabecera de mi cama había pegado con una chincheta un papel que decía, en polaco, Anarquía Total, que una amiga de esta nacionalidad había escrito para mí. No creía que iba a vivir más allá de los treintaicinco años. Era feliz. Luego llegó 1981 y, sin que yo me diera cuenta, todo cambió. Roberto Bolaño |