Escribí este libro para mí mismo, y ni de eso estoy muy seguro. Durante mucho tiempo sólo fueron páginas sueltas que releía y tal vez corregía convencido de que no tenía tiempo. ¿Pero tiempo para qué? Era incapaz de explicarlo con precisión. Escribí este libro para los fantasmas, que son los únicos que tienen tiempo porque están fuera del tiempo. Después de la última relectura (ahora mismo) me doy cuenta de que no sólo el tiempo importa, de que no sólo el tiempo es un motivo de terror. También el placer puede aterrorizar, también el valor puede aterrorizar. En aquellos años, si mal no recuerdo, vivía a la intemperie y sin permiso de residencia tal como otros viven en un castillo. Por supuesto, nunca llevé esta novela a ninguna editorial. Me hubieran cerrado la puerta en las narices y habría perdido una copia. Ni siquiera la pasé, como se suele decir, a limpio. El manuscrito original tiene más páginas: el texto tendía a multiplicarse y a reproducirse como una enfermedad. Mi enfermedad, entonces, era el orgullo, la rabia y la violencia. Estas cosas (rabia, violencia) agotan y yo me pasaba los días inútilmente cansado. Por las noches trabajaba. Durante el día escribía y leía. No dormía nunca. Me mantenía despierto tomando café y fumando. Conocí, naturalmente, gente interesante, alguna producto de mis propias alucinaciones. Creo que fue mi último año en Barcelona. El desprecio que sentía por la así llamada literatura oficial era enorme, aunque sólo un poco más grande que el que sentía por la literatura marginal. Pero creía en la literatura: es decir no creía ni en el arribismo ni en el oportunismo ni en los murmullos cortesanos. Sí en los gestos inútiles, sí en el destino. Aún no tenía hijos. Aún leía más poesía que prosa. En aquellos años (o en aquellos meses), sentía predilección por algunos escritores de ciencia ficción y por algunos pornógrafos, en ocasiones autores antinómicos, como si la caverna y la luz eléctrica se excluyeran una a otra. Leía a Norman Spinrad, a James Tiptree, Jr. (que en realidad se llamaba Alice Sheldon), a Restif de la Bretonne y a Sade. También a Cervantes y a los poetas arcaicos griegos. Cuando caía enfermo releía a Manrique. Una noche concebí un sistema para ganar dinero fuera de la ley. Una pequeña empresa criminal. En el fondo todo consistía en no hacerse rico de golpe. Mi primer cómplice o proyecto de cómplice, un amigo argentino tristísimo, me contestó con un refrán que más o menos venía a decir que cuando uno está en la cárcel o en el hospital, lo mejor es estar también en su propio país, supongo que por las visitas. Su respuesta no me afectó en lo más mínimo, pues me sentía a una distancia equidistante de todos los países del mundo. Más tarde abandoné mi plan al descubrir que era peor que trabajar en una fábrica de ladrillos. En la cabecera de mi cama había pegado con una chincheta un papel que decía, en polaco, Anarquía Total, que una amiga de esta nacionalidad había escrito para mí. No creía que iba a vivir más allá de los treintaicinco años. Era feliz. Luego llegó 1981 y, sin que yo me diera cuenta, todo cambió. Roberto Bolaño |
libros para saber más y textos que me gustan
Lo que me interesa en relación a la escritura.
lunes, 28 de abril de 2025
Vivía a la intemperie y sin permiso de residencia, Roberto Bolaño
martes, 8 de abril de 2025
Marcel Proust
La verdad, es que, cada tanto, surge un nuevo escritor original (llamémoslo si lo desean, Jean Giraudoux o Paul Morand, ya que siempre se vincula no sé porqué a Morand con Giraudoux, como en la maravillosa Noche de Châteauroux, Natoire de Falconet, sin que tengan ninguna semejanza). Este nuevo escritor en general es fatigoso para leer y difícil de comprender porque une las cosas con relaciones nuevas. Le seguimos bien hasta la primera mitad de la frase y ahí caemos. Y sentimos que es sólo porque el nuevo escritor es más ágil que nosotros. Ahora bien se producen escritores originales como se producen pintores originales. Cuando Renoir empezaba a pintar no reconocíamos las cosas que mostraba. Hoy es fácil decir que es un pintor del siglo XVIII. Pero al decirlo se omite el factor tiempo, y que se necesitó mucho, aun en pleno siglo XIX, para que Renoir fuese reconocido como gran artista. Para lograrlo, el pintor original, el escritor original, proceden a la manera de los ocultistas. El tratamiento –por su pintura, su literatura– no siempre es agradable. Cuando ha terminado, nos dicen: Ahora miren. Y entonces el mundo, que no fue creado de una vez sino que lo es tan a menudo como surge un nuevo artista, nos resulta –tan diferente del antiguo– perfectamente claro. Adoramos las mujeres de Renoir, Morand o Giraudoux, en las que antes del tratamiento nos negábamos a ver mujeres. Y queremos pasearnos por el bosque que el primer día nos había parecido todo menos un bosque, y sí por ejemplo, un tapiz de mil matices en el que faltarían justamente los matices de los bosques. Ese es el nuevo universo perecedero y nuevo que crea el artista y que durará hasta que surja uno nuevo. Marcel Proust |
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martes, 1 de abril de 2025
Ese espectro ineducable que nunca habrá aprendido a vivir, Jacques Derrida
Si hubiera inventado mi escritura, lo habría hecho como una revolución interminable. En cada situación, es preciso crear un modo de exposición apropiado, inventar la ley del acontecimiento singular, tener en cuenta al destinatario supuesto o deseado y, al mismo tiempo, pretender que esta escritura determine al lector, el cual aprenderá a leer (a “vivir”) algo que, por lo demás, no estaba acostumbrado a recibir. Se espera con ello que vuelva a nacer, determinado de otro modo; por ejemplo, estos injertos sin confusión de lo poético con lo filosófico, o algunas maneras de utilizar homonimias, lo indecidible, las astucias de la lengua, que muchos leen confusamente, ignorando su necesidad propiamente lógica. Cada libro es una pedagogía destinada a formar a su lector. Las producciones en masa que inundan la prensa y el mundo editorial no forman a los lectores: suponen, de manera fantasmática y primaria, un lector ya programado. De modo que terminan configurando a ese destinatario mediocre que habían postulado por anticipado. Ahora bien, por deseo de fidelidad, como usted dice, a la hora de dejar una huella, lo único que puedo hacer es dejarla al alcance de quien fuere: ni siquiera puedo dirigirla singularmente a alguien. Por más fiel que quiera ser, uno nunca deja de traicionar la singularidad del otro a quien se dirige. A fortiori cuando se escriben libros de carácter muy general: uno no sabe con quién habla, inventa y se crea siluetas, pero en el fondo eso ya no nos pertenece. Orales o escritos, todos estos gestos nos abandonan, empiezan a actuar independientemente de nosotros. Como máquinas, a lo sumo como marionetas (así lo explico en Papier Machine). En el momento que dejo (publicar) “mi” libro (nadie me obliga a ello), me convierto, en el aparecer y desaparecer, en ese espectro ineducable que nunca habrá aprendido a vivir. La huella que dejo significa a la vez mi muerte, futura o ya ocurrida, y la esperanza de que me sobreviva. No es una ambición de inmortalidad, es algo estructural. Dejo allí un trozo de papel, me voy, muero: es imposible salir de esta estructura, que es la forma constante de mi vida. Cada vez que dejo que algo parta, que tal huella salga de mí, que “proceda” de mí y sea imposible reapropiármela, vivo mi muerte en la escritura. Prueba suprema: uno se expropia sin saber verdaderamente a quién se confía lo que deja. ¿Quién nos heredará, y cómo? ¿Habrá acaso herederos? Es una pregunta que hoy nos podemos plantear más que nunca. El tiempo de nuestra tecnocultura ha cambiado radicalmente en este aspecto. La gente de mi “generación”, y a fortiori de las anteriores, estaba acostumbrada a cierto ritmo histórico: creía saber que tal obra podía o no sobrevivir, en función de sus cualidades, durante uno, dos o, como Platón, hasta veinticinco siglos. Desaparecer, y luego renacer. Pero hoy, la aceleración de las modalidades de archivo, pero también el desgaste y la destrucción, transforman la estructura y la temporalidad, la duración de la herencia. Para el pensamiento, la cuestión de la supervivencia toma en lo sucesivo formas absolutamente imprevisibles. En cuanto a esto, a mi edad, estoy preparado para las hipótesis más contradictorias: tengo simultáneamente, le ruego que me crea, la doble sensación de que, por un lado, para decirlo con una sonrisa y sin modestia, aún no han empezado a leerme, que si hay, por supuesto, muchos muy buenos lectores (en todo el mundo quizá sean decenas, y son también escritores-pensadores, poetas), en el fondo, todo esto tendrá sólo más adelante una posibilidad de aparecer; pero también de que, por otro lado, simultáneamente entonces, quince días o un mes después de mi muerte, ya no quedará nada. Salvo lo que se guarda como depósito legal en la biblioteca. Se lo juro, creo sincera y simultáneamente en estas dos hipótesis. Jacques Derrida |
miércoles, 26 de marzo de 2025
Cuando el crítico se convierte en agente de tráfico, Juan Benet
Ciertos insinúan que se avecina una nueva edad retórica, como aquella que conoció el Imperio durante la dinastía de los Antoninos. A un período dominado por la creación libre suele suceder otro más interesado en el estudio y el análisis de los textos precedentes, cuando llega la hora de que el crítico y el investigador ocupen el puesto de mando de la cultura, vacante por abandono del narrador o del poeta. Nadie se asombrará del entusiasmo y del fervor con que el nuevo retórico asumirá la primera jerarquía y no tanto por el afán de poder en sí cuanto por las posibilidades que el momento ofrece de ejercer una docencia que ha de ser recibida con obediencia y respeto. En efecto, la función primordial del crítico debe ser enseñar, pero cuando la cultura se halla en gran parte alimentada y sostenida por aquellos que desdeñan las reglas y se dedican más a recrear e inventar que a enseñar e informar, la labor docente del crítico se ve con frecuencia empañada del malestar provocado por una servidumbre a unos textos, unos gustos y unas maneras que no coinciden con los propios. Qué frecuente es entonces el crítico añorante y amargado -como el profesor encargado de dar un curso de una asignatura que no es la suya, que no le produce ningún goce, que le obliga a un esfuerzo suplementario y, por si fuera poco, le coloca en trances difíciles ante el alumnado- que sólo sabe hablar de confusión y decadencia cuando tiene que abordar lo que a duras penas sabe enjuiciar. Nada tiene de raro, por consiguiente, que en cuanto llega al poder lo primero que pretende es imponer disciplina. En última esencia quien elige la crítica se denuncia a sí mismo: suele ser hombre de orden, que ama las reglas, que nada le emociona tanto como la validez universal de un principio, la infalibilidad de una doctrina, la sacralización de un nombre o la eternización de un valor: esto es, todo aquello contra lo que la cultura (tal vez la única actividad del hombre que lo pone todo en entredicho y, en principio, nada debe respetar) ha luchado siempre. Por ello la época retórica se distingue muy bien: comienza en cuanto el crítico se pone a reñir. En cuanto, no contento con juzgar la obra nueva, señala a su creador la conducta que debe llevar y el camino que ha de seguir. Cuando se convierte en agente de tráfico. Ya no le basta enseñar porque ahora tiene que imponer. Y como el maestro que impuesto de su jerarquía la trasciende más allá de los límites del aula, no sólo impone su criterio en el terreno de la asignatura, sino que exige del párvulo que se ajuste al modelo que él tiene para cada cosa: cómo ha de sentarse y hablar, qué libros ha de leer, qué doctrinas debe creer y qué santones tiene obligación de adorar. Porque todo lo que no sea eso es confusión… o decadencia. A la postre cuando el ambiente se satura de esa obediencia a modelos y doctrinas, la época retórica concluye -como no puede ser de otra manera- en una tautología moral. El crítico, a fuerza de imponer sus propios criterios, acaba hablando sólo de sí mismo. La doctrina se apoya y envuelve a los modelos, tanto como los modelos a la doctrina… y nada ha inventado el hombre para salir de esa sofocante situación como la desobediencia. El nombre que acostumbra a utilizar el crítico (siempre lo bastante formado como para ocultar su genealogía regimental) es siempre el mismo: confusión las más veces, decadencia otras. Cuando observo las amonestaciones con que un crítico rebasado por los acontecimientos se dirige a su público para hacerle saber que, pese al caos, él conserva la medida justa de la virtud; cuando leo esas frases acerca de “la confusión que existe en el mundo de las letras…”, o de “el camino de regeneración de nuestra narrativa” no me pregunto ya cómo es posible que gente que parece conocer el remedio a tales males se lamente tanto, en lugar de llevar la curación a la práctica o, al menos, ofrece al público su misteriosa medicina. Ya sé que son maneras de hablar que en el fondo sólo sirven para disimular la íntima debilidad del talante crítico. Es demasiado sabido que no hay tales remedios, que no hay caminos de regeneración del arte suministrados por la teoría y que un ambiente cultural será tanto más rico y fértil cuanto más confuso sea. Cuantas veces les oigo hablar de confusión y decadencia pienso en la expresión de añoranza y admiración con que deben recordar el orden que imperaba en las aulas del seminario donde tantos de ellos se han formado. Juan Benet |
domingo, 2 de marzo de 2025
Primer encuentro con Samuel Beckett, Jérôme Lindon De calledelorco en marzo 2, 2025
Un día, en 1950, un amigo mío, Robert Carlier, me dijo: «Deberías leer el manuscrito de un escritor irlandés que escribe en francés. Se llama Samuel Beckett. Seis editores ya lo han rechazado». Desde hacía dos años dirigía las Éditions de Minuit. Unas semanas más tarde, vi tres manuscritos sobre uno de nuestros escritorios: Molloy, Malone muere, El innombrable, con ese nombre de autor desconocido pero que ya me resultaba familiar. Fue en ese momento cuando supe que tal vez llegaría a ser editor, quiero decir, un editor de verdad. Desde la primera línea —«Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué»— la belleza arrolladora de ese texto me golpeó. Leí Molloy en unas pocas horas, como nunca había leído un libro. Pero esta vez no se trataba de una novela publicada por uno de mis colegas, de esas obras maestras consagradas en las que, como editor, nunca podría haber tenido parte: era un manuscrito inédito, y no solo inédito, sino rechazado por varios editores. No podía creerlo. Al día siguiente, vi a Suzanne, su esposa, y le dije que me gustaría publicar esos tres libros lo antes posible, pero que no tenía muchos recursos. Ella se encargó de llevarle los contratos a Samuel Beckett y me los devolvió firmados. Era el 15 de noviembre de 1950. Samuel Beckett pasó por la editorial unas semanas después. Más tarde, Suzanne me contó que, al regresar a casa, él tenía el rostro sombrío. Sorprendida, temiendo que el contrato con su primer editor lo hubiera decepcionado, le preguntó qué ocurría. Beckett le respondió que, por el contrario, nos había encontrado a todos muy amables y que estaba desesperado al pensar que la publicación de Molloy nos llevaría a la ruina. El libro salió el 15 de marzo. El impresor, un alsaciano católico, temiendo que la obra fuera perseguida por atentar contra las buenas costumbres, omitió prudentemente incluir su nombre al final del volumen. Días después, escribí a Sam para pedirle una foto suya y un cuento del que me había hablado, ambos destinados a los periódicos. Me respondió con la siguiente carta: Querido señor Lindon, Samuel Beckett Como es probable que Samuel Beckett llegue a leer este penoso testimonio, no me atreveré a decir aquí la admiración sin límites y el afecto que le profeso. A él le incomodaría y a mí también. Pero me gustaría que se supiera esto, solo esto: que en toda mi vida jamás he conocido a un hombre en quien convivan en un grado tan alto la nobleza y la modestia, la lucidez y la bondad. Nunca habría imaginado que pudiera existir alguien tan auténtico, tan grande, tan íntegro. Jérôme Lindon |
lunes, 24 de febrero de 2025
Las obras de Roussel son fiestas silenciosas, Michel Foucault
Con Madame Charlotte Dufrène, Roussel, cuando tenía más de cuarenta años, solía frecuentar el teatro del Petit-Monde; pero, como sentía cierta vergüenza, llevaba consigo a una niña para hacer creer que la acompañaba, cuando en realidad era al revés. Roussel adoraba los espectáculos, las fantasmagorías, las ilusiones, las pequeñas comedias, los papeles dorados, las fiestas de cartón. No se trataba, en su caso, de aquellas alegrías feriantes, de esos payasos tristes y asexuados que en su época fascinaban a Max Jacob o a Picasso, sino de festividades más concertadas, más relojeras, más inquietantes. Todas, o casi todas, las obras de Roussel son fiestas, fiestas silenciosas como pesadillas o jardines, fiestas ingenuas y obstinadamente mortíferas. Podemos considerar la obra de Roussel como uno de esos jardines extraños y tramposos que se diseñaban en los siglos XVI y XVII, jardines donde la naturaleza se imita a sí misma, entrelazada por completo con artificios, minada por un sosiego aterrador, poblada de figuras a la vez inofensivas y espeluznantes, de trampantojos y trampasones, de realidades que fingen ser meras apariencias, de paisajes que imitan decorados, de estatuas móviles, de animales petrificados. Michel Foucault |