Ciertos insinúan que se avecina una nueva edad retórica, como aquella que conoció el Imperio durante la dinastía de los Antoninos. A un período dominado por la creación libre suele suceder otro más interesado en el estudio y el análisis de los textos precedentes, cuando llega la hora de que el crítico y el investigador ocupen el puesto de mando de la cultura, vacante por abandono del narrador o del poeta. Nadie se asombrará del entusiasmo y del fervor con que el nuevo retórico asumirá la primera jerarquía y no tanto por el afán de poder en sí cuanto por las posibilidades que el momento ofrece de ejercer una docencia que ha de ser recibida con obediencia y respeto. En efecto, la función primordial del crítico debe ser enseñar, pero cuando la cultura se halla en gran parte alimentada y sostenida por aquellos que desdeñan las reglas y se dedican más a recrear e inventar que a enseñar e informar, la labor docente del crítico se ve con frecuencia empañada del malestar provocado por una servidumbre a unos textos, unos gustos y unas maneras que no coinciden con los propios. Qué frecuente es entonces el crítico añorante y amargado -como el profesor encargado de dar un curso de una asignatura que no es la suya, que no le produce ningún goce, que le obliga a un esfuerzo suplementario y, por si fuera poco, le coloca en trances difíciles ante el alumnado- que sólo sabe hablar de confusión y decadencia cuando tiene que abordar lo que a duras penas sabe enjuiciar. Nada tiene de raro, por consiguiente, que en cuanto llega al poder lo primero que pretende es imponer disciplina. En última esencia quien elige la crítica se denuncia a sí mismo: suele ser hombre de orden, que ama las reglas, que nada le emociona tanto como la validez universal de un principio, la infalibilidad de una doctrina, la sacralización de un nombre o la eternización de un valor: esto es, todo aquello contra lo que la cultura (tal vez la única actividad del hombre que lo pone todo en entredicho y, en principio, nada debe respetar) ha luchado siempre. Por ello la época retórica se distingue muy bien: comienza en cuanto el crítico se pone a reñir. En cuanto, no contento con juzgar la obra nueva, señala a su creador la conducta que debe llevar y el camino que ha de seguir. Cuando se convierte en agente de tráfico. Ya no le basta enseñar porque ahora tiene que imponer. Y como el maestro que impuesto de su jerarquía la trasciende más allá de los límites del aula, no sólo impone su criterio en el terreno de la asignatura, sino que exige del párvulo que se ajuste al modelo que él tiene para cada cosa: cómo ha de sentarse y hablar, qué libros ha de leer, qué doctrinas debe creer y qué santones tiene obligación de adorar. Porque todo lo que no sea eso es confusión… o decadencia. A la postre cuando el ambiente se satura de esa obediencia a modelos y doctrinas, la época retórica concluye -como no puede ser de otra manera- en una tautología moral. El crítico, a fuerza de imponer sus propios criterios, acaba hablando sólo de sí mismo. La doctrina se apoya y envuelve a los modelos, tanto como los modelos a la doctrina… y nada ha inventado el hombre para salir de esa sofocante situación como la desobediencia. El nombre que acostumbra a utilizar el crítico (siempre lo bastante formado como para ocultar su genealogía regimental) es siempre el mismo: confusión las más veces, decadencia otras. Cuando observo las amonestaciones con que un crítico rebasado por los acontecimientos se dirige a su público para hacerle saber que, pese al caos, él conserva la medida justa de la virtud; cuando leo esas frases acerca de “la confusión que existe en el mundo de las letras…”, o de “el camino de regeneración de nuestra narrativa” no me pregunto ya cómo es posible que gente que parece conocer el remedio a tales males se lamente tanto, en lugar de llevar la curación a la práctica o, al menos, ofrece al público su misteriosa medicina. Ya sé que son maneras de hablar que en el fondo sólo sirven para disimular la íntima debilidad del talante crítico. Es demasiado sabido que no hay tales remedios, que no hay caminos de regeneración del arte suministrados por la teoría y que un ambiente cultural será tanto más rico y fértil cuanto más confuso sea. Cuantas veces les oigo hablar de confusión y decadencia pienso en la expresión de añoranza y admiración con que deben recordar el orden que imperaba en las aulas del seminario donde tantos de ellos se han formado. Juan Benet |
libros para saber más y textos que me gustan
Lo que me interesa en relación a la escritura.
miércoles, 26 de marzo de 2025
Cuando el crítico se convierte en agente de tráfico, Juan Benet
domingo, 2 de marzo de 2025
Primer encuentro con Samuel Beckett, Jérôme Lindon De calledelorco en marzo 2, 2025
Un día, en 1950, un amigo mío, Robert Carlier, me dijo: «Deberías leer el manuscrito de un escritor irlandés que escribe en francés. Se llama Samuel Beckett. Seis editores ya lo han rechazado». Desde hacía dos años dirigía las Éditions de Minuit. Unas semanas más tarde, vi tres manuscritos sobre uno de nuestros escritorios: Molloy, Malone muere, El innombrable, con ese nombre de autor desconocido pero que ya me resultaba familiar. Fue en ese momento cuando supe que tal vez llegaría a ser editor, quiero decir, un editor de verdad. Desde la primera línea —«Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué»— la belleza arrolladora de ese texto me golpeó. Leí Molloy en unas pocas horas, como nunca había leído un libro. Pero esta vez no se trataba de una novela publicada por uno de mis colegas, de esas obras maestras consagradas en las que, como editor, nunca podría haber tenido parte: era un manuscrito inédito, y no solo inédito, sino rechazado por varios editores. No podía creerlo. Al día siguiente, vi a Suzanne, su esposa, y le dije que me gustaría publicar esos tres libros lo antes posible, pero que no tenía muchos recursos. Ella se encargó de llevarle los contratos a Samuel Beckett y me los devolvió firmados. Era el 15 de noviembre de 1950. Samuel Beckett pasó por la editorial unas semanas después. Más tarde, Suzanne me contó que, al regresar a casa, él tenía el rostro sombrío. Sorprendida, temiendo que el contrato con su primer editor lo hubiera decepcionado, le preguntó qué ocurría. Beckett le respondió que, por el contrario, nos había encontrado a todos muy amables y que estaba desesperado al pensar que la publicación de Molloy nos llevaría a la ruina. El libro salió el 15 de marzo. El impresor, un alsaciano católico, temiendo que la obra fuera perseguida por atentar contra las buenas costumbres, omitió prudentemente incluir su nombre al final del volumen. Días después, escribí a Sam para pedirle una foto suya y un cuento del que me había hablado, ambos destinados a los periódicos. Me respondió con la siguiente carta: Querido señor Lindon, Samuel Beckett Como es probable que Samuel Beckett llegue a leer este penoso testimonio, no me atreveré a decir aquí la admiración sin límites y el afecto que le profeso. A él le incomodaría y a mí también. Pero me gustaría que se supiera esto, solo esto: que en toda mi vida jamás he conocido a un hombre en quien convivan en un grado tan alto la nobleza y la modestia, la lucidez y la bondad. Nunca habría imaginado que pudiera existir alguien tan auténtico, tan grande, tan íntegro. Jérôme Lindon |
lunes, 24 de febrero de 2025
Las obras de Roussel son fiestas silenciosas, Michel Foucault
Con Madame Charlotte Dufrène, Roussel, cuando tenía más de cuarenta años, solía frecuentar el teatro del Petit-Monde; pero, como sentía cierta vergüenza, llevaba consigo a una niña para hacer creer que la acompañaba, cuando en realidad era al revés. Roussel adoraba los espectáculos, las fantasmagorías, las ilusiones, las pequeñas comedias, los papeles dorados, las fiestas de cartón. No se trataba, en su caso, de aquellas alegrías feriantes, de esos payasos tristes y asexuados que en su época fascinaban a Max Jacob o a Picasso, sino de festividades más concertadas, más relojeras, más inquietantes. Todas, o casi todas, las obras de Roussel son fiestas, fiestas silenciosas como pesadillas o jardines, fiestas ingenuas y obstinadamente mortíferas. Podemos considerar la obra de Roussel como uno de esos jardines extraños y tramposos que se diseñaban en los siglos XVI y XVII, jardines donde la naturaleza se imita a sí misma, entrelazada por completo con artificios, minada por un sosiego aterrador, poblada de figuras a la vez inofensivas y espeluznantes, de trampantojos y trampasones, de realidades que fingen ser meras apariencias, de paisajes que imitan decorados, de estatuas móviles, de animales petrificados. Michel Foucault |
jueves, 20 de febrero de 2025
Leía desde la urgencia y el miedo, Herta Müller
A lo largo de los años, leí tres tipos de cosas. Primero, lo que aparecía en los libros de texto y constituía lectura obligada en la carrera, textos que a mí personalmente no podían decirme nada. Por el hecho de ser lecturas obligatorias ya despertaban mi rechazo. Para conseguir respirar en aquel mundo, a lo que recurrías era a aquellos textos que no existían o que estaban prohibidos. Visto desde la perspectiva de hoy, sí que se puede trazar una línea para llegar —con un amplio rodeo— desde las baladas de Goethe y Schiller o los poemas de Heinrich Heine, que constituyen el canon de los estudios de Filología Alemana, hasta uno mismo, para que te digan algo. Pero para que esos dos puntos se unan y, además, salvando una distancia de cien años o más, los textos tienen que experimentar una transformación. A su vez, para que eso pueda darse, uno mismo tiene que estar en disposición de recibir, necesita espacio en la cabeza. Y yo no lo tenía. Quería algo directo, libros que le mirasen al tiempo en que yo vivía a los ojos. No de manera explícita, evidente, pero sí implícita. Leía desde la urgencia en la que te ponen los miedos, desde una mezcla de miedo a la vida y miedo a la muerte. Los servicios secretos entraban y salían de tu casa, cuando estabas fuera. Si querían que te dieras cuenta, dejaban sillas cambiadas de posición. Te ponías a comer y pensabas si la comida no estaría envenenada. Cuando, ya muy tarde por la noche, sonaba el ascensor, aguzabas el oído, no fuera a pararse en el quinto, en tu piso; no fueran a oírse pasos hacia la puerta. Te preguntabas si venían a buscarte o si tal vez no lo harían hasta el día siguiente, a plena luz del día. Y luego no es para tanto, luego solo te han citado para un interrogatorio, puedes ir al interrogatorio sola, cruzando el parque, de camino incluso puedes contrarrestar el miedo recitando poemas en voz alta al compás de tus pasos. Y cuando el ascensor, gracias a Dios, no se paraba en tu piso, podías seguir en tu casa y ponerte a leer un libro. Y la lectura iba desde las manos hacia la boca; yo leía como si me comiera las frases. A eso se le puede llamar cebarse de miedo. Cuando uno lee así, no adquiere ninguna formación, porque la formación es algo que se construye poco a poco. La formación es un depósito de conocimientos, porque cada cosa enlaza con la anterior. Yo leía despavorida, en una mezcla enloquecida de parar en seco y huir a toda prisa. Para cuando leía un libro, el anterior ya se había consumido por completo y sin dejar rastro en mi cabeza ni en mi estado mental. Leía por motivos que no tenían nada que ver con la literatura. Mientras leía, veía un poquito mejor cómo era posible vivir. En cuanto dejaba de leer, se me había olvidado. Al día siguiente, estaba de nuevo a cero. Los contenidos de los libros se me han olvidado en su mayoría. Lo que sí me quedaba, de quedárseme algo, era la indefensión ante la densidad de un texto. Eso sí es algo que me habla de una forma muy distinta a las palabras. Tampoco aprendí en absoluto cómo es eso de vivir, ni cómo es eso de leer, ni menos todavía cómo es eso de escribir. En mi caso, en lugar de “leer” —lesen—, se podría poner siempre leben, que es “vivir”; al fin y al cabo, solo hay que cambiar una letra. Del mismo modo que de schreien —gritar— a schreiben —escribir— también basta con añadir una letra. Herta Müller |
Mi único y constante consuelo, Charles Dickens De calledelorco en febrero 17, 2025
El resultado natural de un tratamiento semejante y continuado durante unos seis meses o más fue que me volví gruñón, sombrío y taciturno. Influía mucho en ello el hecho de que cada vez trataban de separarme más y más de mi madre. Estoy seguro de que me habría embrutecido por completo a no ser por una circunstancia. Voy a relatarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, y en la que nadie se acordaba de entrar, había dejado mi padre una pequeña colección de libros. De aquella bendita habitación salieron, como una gloriosa hueste, para servirme de compañía, Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi esperanza sobre algo mejor que aquella vida que llevaba. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no llegaba a entenderlo todavía. Ahora me sorprende cómo hallaba tiempo en medio de mis sombrías preocupaciones para leer aquello. Y es curioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas pruebas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de esos libros y al poner al señor Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos. Al menos, durante una semana, fui Tom Jones, un Tom Jones infantil, inocente e ingenuo. Durante más de un mes estuve totalmente convencido de que era Roderick Random; lo creía por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella pequeña biblioteca, y, durante días y días, recuerdo haber recorrido mis dominios armado con un trozo de horma de zapato, creyéndome la más perfecta encarnación del capitán X, de la Real Marina inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender muy cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad, aunque recibiese bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas, ya fuesen muertas o vivas. Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello, aparece siempre en mi mente una tarde de verano; los chicos jugaban en el cementerio y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio se asociaban en mi espíritu con aquellos libros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descansando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con mister Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea. Charles Dickens |
viernes, 7 de febrero de 2025
Decidimos abandonar todos los idiomas, Jonas Mekas De calledelorco en febrero 7, 2025
Ha llegado el momento de contarles algo sobre mí. Una mini biografía relacionada con el lenguaje. Crecí en una pequeña aldea campesina en Lituania, en una zona que hablaba su propio dialecto. Solíamos reírnos del idioma oficial lituano y bromear al respecto. Luego ingresé en la escuela primaria y tuve que aprender el idioma oficial lituano. Luego, en la secundaria, comencé a aprender latín y francés. Tuve dos años de cada idioma. Cuando llegaron los soviéticos en 1940, declararon que el francés y el latín no eran aceptados. En cambio, impusieron el idioma ruso. Entonces comencé a aprender ruso. Dos años de estudios. Cuando llegaron los nazis en 1942, anunciaron que el ruso ya no era aceptable, solo el alemán. A partir de allí estudié alemán durante dos años más. Entonces sucedió que terminé en un campo de prisioneros de guerra en Hamburgo, Alemania, junto a italianos y franceses. Pensé, “ah, ahora que estoy en Alemania podré perfeccionar mi alemán”. Pero al poco tiempo descubrí que estaba en una zona de Alemania donde se hablaba un dialecto especial llamado plattdeutsch, difícil de comprender incluso para el resto de la población alemana. Entonces pensé que como vivía con italianos, mejor aprender ese idioma. Aun- que unos meses más tarde comprendí que lo que estaba aprendiendo era en realidad el italiano hablado por los gitanos de Sicilia y que mis otros amigos italianos no lo entendían en lo absoluto. Al poco tiempo, la guerra terminó y llegaron los estadounidenses, por lo que todos comenzamos a aprender inglés. Pero para ese momento había llegado un punto en el que sabía varios idiomas, pero los hablaba todos mal. Fue entonces que con mi hermano llegamos a una conclusión brillante: debíamos aprender el lenguaje del cine, un idioma que todo el mundo comprendía. Arribamos a Nueva York y conseguimos una cámara Bolex para empezar a filmar. Nos rodeamos de gente joven que también hacía películas y les mostramos nuestras filmaciones a personas más experimentadas que por lo general miraban nuestras películas y luego sacudían la cabeza diciendo: “No entendemos lo que estamos viendo. ¿Qué es esto? Esto no es cine. Vamos mucho al cine y sabemos lo que es el cine y esto no se parece en absoluto”. Aquello nos devastó: ¡habíamos aprendido el lenguaje del cine incorrecto! El lenguaje de la vanguardia, de la poesía. En ese momento decidimos abandonar todos los idiomas, incluido el del cine, y hacer lo que quisiéramos aun cuando nadie, salvo nuestros amigos, nos comprendiera. Igual que en nuestra aldea. Jonas Mekas |