miércoles, 26 de marzo de 2025

Cuando el crítico se convierte en agente de tráfico, Juan Benet


De calledelorco en marzo 26, 2025

Ciertos insinúan que se avecina una nueva edad retórica, como aquella que conoció el Imperio durante la dinastía de los Antoninos. A un período dominado por la creación libre suele suceder otro más interesado en el estudio y el análisis de los textos precedentes, cuando llega la hora de que el crítico y el investigador ocupen el puesto de mando de la cultura, vacante por abandono del narrador o del poeta.

Nadie se asombrará del entusiasmo y del fervor con que el nuevo retórico asumirá la primera jerarquía y no tanto por el afán de poder en sí cuanto por las posibilidades que el momento ofrece de ejercer una docencia que ha de ser recibida con obediencia y respeto. En efecto, la función primordial del crítico debe ser enseñar, pero cuando la cultura se halla en gran parte alimentada y sostenida por aquellos que desdeñan las reglas y se dedican más a recrear e inventar que a enseñar e informar, la labor docente del crítico se ve con frecuencia empañada del malestar provocado por una servidumbre a unos textos, unos gustos y unas maneras que no coinciden con los propios. Qué frecuente es entonces el crítico añorante y amargado -como el profesor encargado de dar un curso de una asignatura que no es la suya, que no le produce ningún goce, que le obliga a un esfuerzo suplementario y, por si fuera poco, le coloca en trances difíciles ante el alumnado- que sólo sabe hablar de confusión y decadencia cuando tiene que abordar lo que a duras penas sabe enjuiciar.

Nada tiene de raro, por consiguiente, que en cuanto llega al poder lo primero que pretende es imponer disciplina. En última esencia quien elige la crítica se denuncia a sí mismo: suele ser hombre de orden, que ama las reglas, que nada le emociona tanto como la validez universal de un principio, la infalibilidad de una doctrina, la sacralización de un nombre o la eternización de un valor: esto es, todo aquello contra lo que la cultura (tal vez la única actividad del hombre que lo pone todo en entredicho y, en principio, nada debe respetar) ha luchado siempre. Por ello la época retórica se distingue muy bien: comienza en cuanto el crítico se pone a reñir. En cuanto, no contento con juzgar la obra nueva, señala a su creador la conducta que debe llevar y el camino que ha de seguir. Cuando se convierte en agente de tráfico. Ya no le basta enseñar porque ahora tiene que imponer. Y como el maestro que impuesto de su jerarquía la trasciende más allá de los límites del aula, no sólo impone su criterio en el terreno de la asignatura, sino que exige del párvulo que se ajuste al modelo que él tiene para cada cosa: cómo ha de sentarse y hablar, qué libros ha de leer, qué doctrinas debe creer y qué santones tiene obligación de adorar. Porque todo lo que no sea eso es confusión… o decadencia.

A la postre cuando el ambiente se satura de esa obediencia a modelos y doctrinas, la época retórica concluye -como no puede ser de otra manera- en una tautología moral. El crítico, a fuerza de imponer sus propios criterios, acaba hablando sólo de sí mismo. La doctrina se apoya y envuelve a los modelos, tanto como los modelos a la doctrina… y nada ha inventado el hombre para salir de esa sofocante situación como la desobediencia. El nombre que acostumbra a utilizar el crítico (siempre lo bastante formado como para ocultar su genealogía regimental) es siempre el mismo: confusión las más veces, decadencia otras.

Cuando observo las amonestaciones con que un crítico rebasado por los acontecimientos se dirige a su público para hacerle saber que, pese al caos, él conserva la medida justa de la virtud; cuando leo esas frases acerca de “la confusión que existe en el mundo de las letras…”, o de “el camino de regeneración de nuestra narrativa” no me pregunto ya cómo es posible que gente que parece conocer el remedio a tales males se lamente tanto, en lugar de llevar la curación a la práctica o, al menos, ofrece al público su misteriosa medicina. Ya sé que son maneras de hablar que en el fondo sólo sirven para disimular la íntima debilidad del talante crítico. Es demasiado sabido que no hay tales remedios, que no hay caminos de regeneración del arte suministrados por la teoría y que un ambiente cultural será tanto más rico y fértil cuanto más confuso sea. Cuantas veces les oigo hablar de confusión y decadencia pienso en la expresión de añoranza y admiración con que deben recordar el orden que imperaba en las aulas del seminario donde tantos de ellos se han formado.

Juan Benet
"El crítico hombre de orden"

Artículos (1962-1977)
Ediciones Libertarias


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