miércoles, 26 de marzo de 2025

Cuando el crítico se convierte en agente de tráfico, Juan Benet


De calledelorco en marzo 26, 2025

Ciertos insinúan que se avecina una nueva edad retórica, como aquella que conoció el Imperio durante la dinastía de los Antoninos. A un período dominado por la creación libre suele suceder otro más interesado en el estudio y el análisis de los textos precedentes, cuando llega la hora de que el crítico y el investigador ocupen el puesto de mando de la cultura, vacante por abandono del narrador o del poeta.

Nadie se asombrará del entusiasmo y del fervor con que el nuevo retórico asumirá la primera jerarquía y no tanto por el afán de poder en sí cuanto por las posibilidades que el momento ofrece de ejercer una docencia que ha de ser recibida con obediencia y respeto. En efecto, la función primordial del crítico debe ser enseñar, pero cuando la cultura se halla en gran parte alimentada y sostenida por aquellos que desdeñan las reglas y se dedican más a recrear e inventar que a enseñar e informar, la labor docente del crítico se ve con frecuencia empañada del malestar provocado por una servidumbre a unos textos, unos gustos y unas maneras que no coinciden con los propios. Qué frecuente es entonces el crítico añorante y amargado -como el profesor encargado de dar un curso de una asignatura que no es la suya, que no le produce ningún goce, que le obliga a un esfuerzo suplementario y, por si fuera poco, le coloca en trances difíciles ante el alumnado- que sólo sabe hablar de confusión y decadencia cuando tiene que abordar lo que a duras penas sabe enjuiciar.

Nada tiene de raro, por consiguiente, que en cuanto llega al poder lo primero que pretende es imponer disciplina. En última esencia quien elige la crítica se denuncia a sí mismo: suele ser hombre de orden, que ama las reglas, que nada le emociona tanto como la validez universal de un principio, la infalibilidad de una doctrina, la sacralización de un nombre o la eternización de un valor: esto es, todo aquello contra lo que la cultura (tal vez la única actividad del hombre que lo pone todo en entredicho y, en principio, nada debe respetar) ha luchado siempre. Por ello la época retórica se distingue muy bien: comienza en cuanto el crítico se pone a reñir. En cuanto, no contento con juzgar la obra nueva, señala a su creador la conducta que debe llevar y el camino que ha de seguir. Cuando se convierte en agente de tráfico. Ya no le basta enseñar porque ahora tiene que imponer. Y como el maestro que impuesto de su jerarquía la trasciende más allá de los límites del aula, no sólo impone su criterio en el terreno de la asignatura, sino que exige del párvulo que se ajuste al modelo que él tiene para cada cosa: cómo ha de sentarse y hablar, qué libros ha de leer, qué doctrinas debe creer y qué santones tiene obligación de adorar. Porque todo lo que no sea eso es confusión… o decadencia.

A la postre cuando el ambiente se satura de esa obediencia a modelos y doctrinas, la época retórica concluye -como no puede ser de otra manera- en una tautología moral. El crítico, a fuerza de imponer sus propios criterios, acaba hablando sólo de sí mismo. La doctrina se apoya y envuelve a los modelos, tanto como los modelos a la doctrina… y nada ha inventado el hombre para salir de esa sofocante situación como la desobediencia. El nombre que acostumbra a utilizar el crítico (siempre lo bastante formado como para ocultar su genealogía regimental) es siempre el mismo: confusión las más veces, decadencia otras.

Cuando observo las amonestaciones con que un crítico rebasado por los acontecimientos se dirige a su público para hacerle saber que, pese al caos, él conserva la medida justa de la virtud; cuando leo esas frases acerca de “la confusión que existe en el mundo de las letras…”, o de “el camino de regeneración de nuestra narrativa” no me pregunto ya cómo es posible que gente que parece conocer el remedio a tales males se lamente tanto, en lugar de llevar la curación a la práctica o, al menos, ofrece al público su misteriosa medicina. Ya sé que son maneras de hablar que en el fondo sólo sirven para disimular la íntima debilidad del talante crítico. Es demasiado sabido que no hay tales remedios, que no hay caminos de regeneración del arte suministrados por la teoría y que un ambiente cultural será tanto más rico y fértil cuanto más confuso sea. Cuantas veces les oigo hablar de confusión y decadencia pienso en la expresión de añoranza y admiración con que deben recordar el orden que imperaba en las aulas del seminario donde tantos de ellos se han formado.

Juan Benet
"El crítico hombre de orden"

Artículos (1962-1977)
Ediciones Libertarias


domingo, 2 de marzo de 2025

Primer encuentro con Samuel Beckett, Jérôme Lindon De calledelorco en marzo 2, 2025


Un día, en 1950, un amigo mío, Robert Carlier, me dijo: «Deberías leer el manuscrito de un escritor irlandés que escribe en francés. Se llama Samuel Beckett. Seis editores ya lo han rechazado». Desde hacía dos años dirigía las Éditions de Minuit. Unas semanas más tarde, vi tres manuscritos sobre uno de nuestros escritorios: MolloyMalone muereEl innombrable, con ese nombre de autor desconocido pero que ya me resultaba familiar.

Fue en ese momento cuando supe que tal vez llegaría a ser editor, quiero decir, un editor de verdad. Desde la primera línea —«Estoy en el cuarto de mi madre. Ahora soy yo quien vive aquí. No recuerdo cómo llegué»— la belleza arrolladora de ese texto me golpeó. Leí Molloy en unas pocas horas, como nunca había leído un libro. Pero esta vez no se trataba de una novela publicada por uno de mis colegas, de esas obras maestras consagradas en las que, como editor, nunca podría haber tenido parte: era un manuscrito inédito, y no solo inédito, sino rechazado por varios editores. No podía creerlo.

Al día siguiente, vi a Suzanne, su esposa, y le dije que me gustaría publicar esos tres libros lo antes posible, pero que no tenía muchos recursos. Ella se encargó de llevarle los contratos a Samuel Beckett y me los devolvió firmados. Era el 15 de noviembre de 1950.

Samuel Beckett pasó por la editorial unas semanas después. Más tarde, Suzanne me contó que, al regresar a casa, él tenía el rostro sombrío. Sorprendida, temiendo que el contrato con su primer editor lo hubiera decepcionado, le preguntó qué ocurría. Beckett le respondió que, por el contrario, nos había encontrado a todos muy amables y que estaba desesperado al pensar que la publicación de Molloy nos llevaría a la ruina.

El libro salió el 15 de marzo. El impresor, un alsaciano católico, temiendo que la obra fuera perseguida por atentar contra las buenas costumbres, omitió prudentemente incluir su nombre al final del volumen.

Días después, escribí a Sam para pedirle una foto suya y un cuento del que me había hablado, ambos destinados a los periódicos. Me respondió con la siguiente carta:

Querido señor Lindon,

Recibí esta mañana su carta de ayer. Le agradezco profundamente su generoso adelanto.
Me hice la foto esta tarde. La tendré pasado mañana y se la enviaré en cuanto la recoja.
Sé que Roger Blin quiere montar la obra. Tenía previsto solicitar una subvención para ello. Dudo mucho que se la concedan. Esperamos a Godot, pero no para mañana.
La primera mitad del cuento, bajo el título Huida, ya apareció en Les Temps modernes, y está a su disposición. ¿Podría esperar hasta mi regreso? Es mi primer trabajo en francés (en prosa). El calmante, que Madame Dumesnil entregó al señor Lambrichs, quizá sea más adecuado. Se lo dejo a su elección.
Me alegra saber que tiene ganas de publicar pronto El innombrable. Como le dije, es la obra que más me importa, aunque me haya metido en un buen lío. Intento salir de él. Pero no lo logro. No sé si podrá convertirse en un libro. Quizá no sea más que un tiempo para nada.
Déjeme decirle una vez más cuánto me conmueve el interés que muestra por mi trabajo y cuánto le agradezco los esfuerzos que hace para defenderlo. Reciba mis más sinceros sentimientos de amistad.

Samuel Beckett

Como es probable que Samuel Beckett llegue a leer este penoso testimonio, no me atreveré a decir aquí la admiración sin límites y el afecto que le profeso. A él le incomodaría y a mí también.

Pero me gustaría que se supiera esto, solo esto: que en toda mi vida jamás he conocido a un hombre en quien convivan en un grado tan alto la nobleza y la modestia, la lucidez y la bondad. Nunca habría imaginado que pudiera existir alguien tan auténtico, tan grande, tan íntegro.

Jérôme Lindon
Samuel Beckett. Cahier de l'Herne
Traducción: KNB

lunes, 24 de febrero de 2025

Las obras de Roussel son fiestas silenciosas, Michel Foucault

De calledelorco en febrero 24, 2025

Con Madame Charlotte Dufrène, Roussel, cuando tenía más de cuarenta años, solía frecuentar el teatro del Petit-Monde; pero, como sentía cierta vergüenza, llevaba consigo a una niña para hacer creer que la acompañaba, cuando en realidad era al revés. Roussel adoraba los espectáculos, las fantasmagorías, las ilusiones, las pequeñas comedias, los papeles dorados, las fiestas de cartón. No se trataba, en su caso, de aquellas alegrías feriantes, de esos payasos tristes y asexuados que en su época fascinaban a Max Jacob o a Picasso, sino de festividades más concertadas, más relojeras, más inquietantes. Todas, o casi todas, las obras de Roussel son fiestas, fiestas silenciosas como pesadillas o jardines, fiestas ingenuas y obstinadamente mortíferas. Podemos considerar la obra de Roussel como uno de esos jardines extraños y tramposos que se diseñaban en los siglos XVI y XVII, jardines donde la naturaleza se imita a sí misma, entrelazada por completo con artificios, minada por un sosiego aterrador, poblada de figuras a la vez inofensivas y espeluznantes, de trampantojos y trampasones, de realidades que fingen ser meras apariencias, de paisajes que imitan decorados, de estatuas móviles, de animales petrificados.

Michel Foucault
Entretiens radiophoniques 1963-1983
Editorial: Flammarion/Vrin


jueves, 20 de febrero de 2025

Leía desde la urgencia y el miedo, Herta Müller

De calledelorco en febrero 20, 2025

A lo largo de los años, leí tres tipos de cosas. Primero, lo que aparecía en los libros de texto y constituía lectura obligada en la carrera, textos que a mí personalmente no podían decirme nada. Por el hecho de ser lecturas obligatorias ya despertaban mi rechazo. Para conseguir respirar en aquel mundo, a lo que recurrías era a aquellos textos que no existían o que estaban prohibidos. Visto desde la perspectiva de hoy, sí que se puede trazar una línea para llegar —con un amplio rodeo— desde las baladas de Goethe y Schiller o los poemas de Heinrich Heine, que constituyen el canon de los estudios de Filología Alemana, hasta uno mismo, para que te digan algo. Pero para que esos dos puntos se unan y, además, salvando una distancia de cien años o más, los textos tienen que experimentar una transformación. A su vez, para que eso pueda darse, uno mismo tiene que estar en disposición de recibir, necesita espacio en la cabeza. Y yo no lo tenía. Quería algo directo, libros que le mirasen al tiempo en que yo vivía a los ojos. No de manera explícita, evidente, pero sí implícita. Leía desde la urgencia en la que te ponen los miedos, desde una mezcla de miedo a la vida y miedo a la muerte. Los servicios secretos entraban y salían de tu casa, cuando estabas fuera. Si querían que te dieras cuenta, dejaban sillas cambiadas de posición. Te ponías a comer y pensabas si la comida no estaría envenenada. Cuando, ya muy tarde por la noche, sonaba el ascensor, aguzabas el oído, no fuera a pararse en el quinto, en tu piso; no fueran a oírse pasos hacia la puerta. Te preguntabas si venían a buscarte o si tal vez no lo harían hasta el día siguiente, a plena luz del día. Y luego no es para tanto, luego solo te han citado para un interrogatorio, puedes ir al interrogatorio sola, cruzando el parque, de camino incluso puedes contrarrestar el miedo recitando poemas en voz alta al compás de tus pasos. Y cuando el ascensor, gracias a Dios, no se paraba en tu piso, podías seguir en tu casa y ponerte a leer un libro. Y la lectura iba desde las manos hacia la boca; yo leía como si me comiera las frases. A eso se le puede llamar cebarse de miedo. Cuando uno lee así, no adquiere ninguna formación, porque la formación es algo que se construye poco a poco. La formación es un depósito de conocimientos, porque cada cosa enlaza con la anterior. Yo leía despavorida, en una mezcla enloquecida de parar en seco y huir a toda prisa. Para cuando leía un libro, el anterior ya se había consumido por completo y sin dejar rastro en mi cabeza ni en mi estado mental. Leía por motivos que no tenían nada que ver con la literatura. Mientras leía, veía un poquito mejor cómo era posible vivir. En cuanto dejaba de leer, se me había olvidado. Al día siguiente, estaba de nuevo a cero. Los contenidos de los libros se me han olvidado en su mayoría. Lo que sí me quedaba, de quedárseme algo, era la indefensión ante la densidad de un texto. Eso sí es algo que me habla de una forma muy distinta a las palabras. Tampoco aprendí en absoluto cómo es eso de vivir, ni cómo es eso de leer, ni menos todavía cómo es eso de escribir. En mi caso, en lugar de “leer” —lesen—, se podría poner siempre leben, que es “vivir”; al fin y al cabo, solo hay que cambiar una letra. Del mismo modo que de schreien —gritar— a schreiben —escribir— también basta con añadir una letra.

Herta Müller
Siempre la misma nieve 
y siempre el mismo tío
Traducción: Isabel García Adánez
Editorial: Siruela


Mi único y constante consuelo, Charles Dickens De calledelorco en febrero 17, 2025


El resultado natural de un tratamiento semejante y continuado durante unos seis meses o más fue que me volví gruñón, sombrío y taciturno. Influía mucho en ello el hecho de que cada vez trataban de separarme más y más de mi madre. Estoy seguro de que me habría embrutecido por completo a no ser por una circunstancia.

Voy a relatarla. En una habitación pequeña del último piso, a la que yo tenía acceso por estar justo al lado de la mía, y en la que nadie se acordaba de entrar, había dejado mi padre una pequeña colección de libros. De aquella bendita habitación salieron, como una gloriosa hueste, para servirme de compañía, Roderick Random, Peregrine Pickle, Humphrey Clinker, Tom Jones, El vicario de Wakefield, Don Quijote, Gil Blas y Robinson Crusoe. Gracias a ellos se conservó despierta mi imaginación y mi esperanza sobre algo mejor que aquella vida que llevaba. Ni ellos, ni Las mil y una noches, ni los cuentos de hadas, podían hacerme daño, pues lo que hubieran podido tener de nocivo para mí yo no llegaba a entenderlo todavía. Ahora me sorprende cómo hallaba tiempo en medio de mis sombrías preocupaciones para leer aquello. Y es curioso cómo me consolaban siempre en mis pequeñas pruebas (que a mí me parecían enormes) al identificarme con los caracteres favoritos de esos libros y al poner al señor Murdstone y a su hermana entre todos los personajes malos.

Al menos, durante una semana, fui Tom Jones, un Tom Jones infantil, inocente e ingenuo. Durante más de un mes estuve totalmente convencido de que era Roderick Random; lo creía por completo. También me entusiasmaron los relatos de viajes y aventuras (no recuerdo ahora cuáles) que había en aquella pequeña biblioteca, y, durante días y días, recuerdo haber recorrido mis dominios armado con un trozo de horma de zapato, creyéndome la más perfecta encarnación del capitán X, de la Real Marina inglesa, en peligro de ser atacado por los salvajes y resuelto a vender muy cara su vida. El capitán nunca perdía su dignidad, aunque recibiese bofetones por culpa de la gramática latina. Yo sí la perdía; pero el capitán era un capitán y un héroe a pesar de todas las gramáticas de todas las lenguas, ya fuesen muertas o vivas.

Este era mi único y constante consuelo. Cuando pienso en ello, aparece siempre en mi mente una tarde de verano; los chicos jugaban en el cementerio y yo, sentado en mi cama, leía como si en ello me fuera la vida. Todas las casas de la vecindad, todas las piedras de la iglesia y todos los rincones del cementerio se asociaban en mi espíritu con aquellos libros y representaban alguno de los sitios hechos célebres en ellos. Yo he visto a Tom Pipes escalar al campanario de la iglesia, y he visto a Strap con su mochila al hombro descansando sentado encima de la tapia, y sabía que el comodoro Trunnion presidía un club con mister Pickle en la salita de la taberna de nuestra aldea.

Charles Dickens
David Copperfield
Traducción : Jaime Piñeir

viernes, 7 de febrero de 2025

Decidimos abandonar todos los idiomas, Jonas Mekas De calledelorco en febrero 7, 2025


Ha llegado el momento de contarles algo sobre mí. Una mini biografía relacionada con el lenguaje.

Crecí en una pequeña aldea campesina en Lituania, en una zona que hablaba su propio dialecto. Solíamos reírnos del idioma oficial lituano y bromear al respecto.

Luego ingresé en la escuela primaria y tuve que aprender el idioma oficial lituano.

Luego, en la secundaria, comencé a aprender latín y francés. Tuve dos años de cada idioma.

Cuando llegaron los soviéticos en 1940, declararon que el francés y el latín no eran aceptados. En cambio, impusieron el idioma ruso. Entonces comencé a aprender ruso. Dos años de estudios.

Cuando llegaron los nazis en 1942, anunciaron que el ruso ya no era aceptable, solo el alemán. A partir de allí estudié alemán durante dos años más.

Entonces sucedió que terminé en un campo de prisioneros de guerra en Hamburgo, Alemania, junto a italianos y franceses.

Pensé, “ah, ahora que estoy en Alemania podré perfeccionar mi alemán”. Pero al poco tiempo descubrí que estaba en una zona de Alemania donde se hablaba un dialecto especial llamado plattdeutsch, difícil de comprender incluso para el resto de la población alemana. Entonces pensé que como vivía con italianos, mejor aprender ese idioma. Aun- que unos meses más tarde comprendí que lo que estaba aprendiendo era en realidad el italiano hablado por los gitanos de Sicilia y que mis otros amigos italianos no lo entendían en lo absoluto.

Al poco tiempo, la guerra terminó y llegaron los estadounidenses, por lo que todos comenzamos a aprender inglés. Pero para ese momento había llegado un punto en el que sabía varios idiomas, pero los hablaba todos mal. Fue entonces que con mi hermano llegamos a una conclusión brillante: debíamos aprender el lenguaje del cine, un idioma que todo el mundo comprendía.

Arribamos a Nueva York y conseguimos una cámara Bolex para empezar a filmar. Nos rodeamos de gente joven que también hacía películas y les mostramos nuestras filmaciones a personas más experimentadas que por lo general miraban nuestras películas y luego sacudían la cabeza diciendo: “No entendemos lo que estamos viendo. ¿Qué es esto? Esto no es cine. Vamos mucho al cine y sabemos lo que es el cine y esto no se parece en absoluto”.

Aquello nos devastó: ¡habíamos aprendido el lenguaje del cine incorrecto! El lenguaje de la vanguardia, de la poesía. En ese momento decidimos abandonar todos los idiomas, incluido el del cine, y hacer lo que quisiéramos aun cuando nadie, salvo nuestros amigos, nos comprendiera. Igual que en nuestra aldea.

Jonas Mekas
Destellos de Belleza
Traducción: Pablo Marín
Editorial: La caja negra


martes, 4 de febrero de 2025

Un don suntuoso de la fortuna, Paul Valéry De calledelorco en febrero 3, 2025

No quedaba, en suma, más que una certeza, una sola; al menos, así aparecía para seres como yo. Pero no estaba solo. Solo quedaba una cosa verdaderamente intangible, algo contra lo cual ninguna objeción podía sostenerse: era la impresión que nos producía la naturaleza o las obras de arte; en definitiva, la impresión de naturaleza estética, si se quiere.

La impresión de belleza—empleemos el término tal cual—era para nosotros algo que nada podía derribar: era una certeza absoluta. Si una obra me gusta, si un espectáculo, un paisaje, un ser cualquiera me provoca un efecto de una cierta índole, que no apela a ninguna teoría, que no requiere dialéctica alguna, que se impone por sí mismo, que me colma, que se hace desear por sí mismo y que, además de hacerse desear, abre en mí, despierta en mí un nuevo apetito: el de hacer algo en esa misma dirección…

Paul Valéry,
Cours de poétique
15 de marzo de 1941

***

En tanto que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte, fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, de la obra generadora, de nuestra sensación, nos parecen accidentales. Esta existencia se nos presenta como el efecto de un azar extraordinario, de un don suntuoso de la fortuna, y es en lo que (no olvidemos fijarnos en ello) se descubre una analogía particular entre este efecto de una obra de arte y el de ciertos aspectos de la naturaleza: accidente geológico, o combinaciones pasajeras de luz y de vapor en el cielo de la tarde”.

Paul Valéry
Teoría poética y estética
Traducción: Carmen Santos
Editorial: Visor


lunes, 27 de enero de 2025

Cosas que me gustan, Susan Sontag




De calledelorco en enero 27, 2025

Cosas que me gustan: los incendios, Venecia, el tequila, las puestas de sol, los bebés, las películas mudas, las alturas, la sal gruesa, los sombreros de copa, los perros de pelo largo, las maquetas de barcos, la canela, los edredones de plumas, los relojes de bolsillo, el olor a hierba recién cortada, el lino, Bach, los muebles Luis XIII, el sushi, los microscopios, las habitaciones amplias, ups, las botas, el agua potable, los dulces de azúcar de arce.

Cosas que me desagradan: dormir sola en un apartamento, el frío, las parejas, los partidos de futbol americano, la natación, las anchoas, los bigotes, los gatos, los paraguas, ser fotografiada, el sabor del regaliz, lavarme el pelo (o que me lo laven), usar un reloj de pulsera, dar una conferencia, los puros, escribir cartas, ducharme, Robert Frost, la comida alemana.

Cosas que me gustan: el marfil, los jerséis, los dibujos arquitectónicos, orinar, la pizza (el pan romano), hospedarme en hoteles, los clips, el color azul, los cinturones de cuero, hacer listas, los coches cama, pagar las facturas, las cuevas, ver patinaje sobre hielo, hacer preguntas, tomar taxis, el arte de Benín, las manzanas verdes, el mobiliario de oficina, los judíos, los eucaliptos, los cortaplumas, los aforismos, las manos.

Cosas que me desagradan: la televisión, los frijoles, los hombres velludos, los libros de bolsillo, estar de pie, los juegos de cartas, los apartamentos sucios o desordenados, las almohadas bajas, estar al sol, Ezra Pound, las pecas, la violencia en las películas, que me pongan gotas en los ojos, el pastel de carne, las uñas pintadas, el suicidio, lamer sobres, el ketchup, las traversins [almohadas cilíndricas], las gotas para la nariz, la Coca-Cola, los alcohólicos, hacer fotografías.

Cosas que me gustan: los tambores, los claveles, los calcetines, los guisantes crudos, masticar caña de azúcar, los puentes, Durero, las escaleras mecánicas, el calor, el esturión, las personas altas, los postres, las paredes blancas, los caballos, las máquinas de escribir eléctricas, las cerezas, los muebles de mimbre / de ratán, sentarme con las piernas cruzadas, las rayas, los ventanales, el eneldo fresco, leer en voz alta, ir a las librerías, las habitaciones poco amuebladas, bailar, Ariadne auf Naxos.

Susan Sontag
La conciencia uncida a la carne
Diaros de madurez, 1964-1980
Traducción: Aurelio Major
Editorial: Random House


viernes, 17 de enero de 2025

Clases de oscuridad, César Aira






De calledelorco en enero 17, 2025

Cuando leo las oscuridades, con frecuencia impenetrables, de poetas que admiro, como Lezama Lima o Wallace Stevens, y pienso en el contraste con lo que escribo yo, tan claro, tan movilizado por la lógica de la explicación y la comprensión, no puedo evitarlo: me encuentro antipoético, servil para con el lector, demagógico, frente a la altivez aristocrática de los poetas. Me consuelo pensando que yo practico otra clase de oscuridad, quizás no menos oscura, y es la que se construye con sucesivas claridades que no terminan de crear una claridad general sino quedan a la espera…

Pero la oscuridad de los poetas no es lo único que envidio, en el campo de la literatura. No terminaría nunca de hacer la lista. La literatura parece hecha para eso, tantas son las cualidades que se ponen en juego, y tantas son las excelencias que se han acumulado. Por ejemplo, querría tener la claridad de esos relatos en los que pasan hechos simplemente, sin reflexiones ni comentarios ni referencias a los mecanismos literarios (como en lo que escribo yo). Me hace avergonzar de mis infatuaciones de ingenio, de invención, frente al autor de esas narraciones prístinas desentendido de vanos narcisismos, elegantísimo. En su claridad sin sombras está agazapada una oscuridad discreta, que es muy difícil de ver.

César Aira
Ideas diversas

Editorial: blatt & ríos


jueves, 16 de enero de 2025

La literatura es un arte de mestizaje, Le Clézio





De calledelorco en enero 15, 2025

La otra función de la lengua (tanto si se trata de una lengua con una dilatada tradición literaria como de una lengua más viva, más oral) también reside en el mestizaje. A este respecto, me gustaría mencionar una investigación que hice hace tiempo, cuando estaba preparando el doctorado de Literatura Moderna en la Universidad de Niza. El autor al que había decidido estudiar era Isidore Ducasse, más conocido por el seudónimo de Conde de Lautréamont, autor de un único poema titulado Los cantos de Maldoror.

Lo de Lautréamont surgió porque necesitaba un tema para la tesis y había estudiado a Michaux, y cuando lees a Henri Michaux, inevitablemente acabas orientándote hacia una de sus fuentes de inspiración: Lautréamont. Lautréamont fue el alumno díscolo de la literatura francesa. No dejó ningún rastro visual (no existe ninguna foto suya). A veces, alguien saca una foto y dice: “Aquí está, es él”, pero en realidad no es él, es una foto que apareció en un baúl viejo, pero no pone que sea Isidore Ducasse, Conde de Lautréamont, solo es una foto.

Así pues, no existe ninguna imagen de Lautréamont, aunque sí unas poquitas cartas, y por eso hay quien ha llegado incluso a dudar de su existencia. Además, nació en Uruguay, y su primera lengua fue el francés cruzado con el español. Lo criaron unas amas que hablaban español. Era una persona mestiza, totalmente mestiza, y a mí me resulta no poco interesante porque, como no había dejado ningún rastro, yo podía meter todo lo que quisiera en su obra y en su personaje. Metí todo lo que quería meter. Pero creo que haber realizado aquella investigación sobre los orígenes plurales de la lengua de Lautréamont, sobre cómo jugaba con las imágenes y mezclaba las referencias (todas las manipulaciones y trampas abundan en su poesía), me ayudó a comprender que la literatura es, más que cualquier otra cosa, un arte de mezcla y de mestizaje. El propio Lautréamont lo dijo en los Poemas 1 y 2 de su antología de aforismos: “La poesía no puede escribirla uno, sino todos”.

J.M.G. Le Clézio
Identidad nómada
Traducción: María Teresa Gallego Urrutia
Editorial Lumen