sábado, 22 de agosto de 2015

La possibilité d'une île


par Michel Houellebecq
(...)







"Ma vie, ma vie, ma très ancienne,
Mon premier voeu mal refermé
Mon premier amour infirmé
Il a fallu que tu reviennes.

Il a fallu que je connaisse
Ce que la vie a de meilleur,
Quand deux corps jouent de leur bonheur
Et sans fin s’unissent et renaissent.

Entré en dépendance entière
Je sais le tremblement de l’être
L’hésitation à disparaître
Le soleil qui frappe en lisière
Et l’amour, où tout est facile,
Où tout est donné dans l’instant.

Il existe, au milieu du temps,
La possibilité d’une île."

Michel Houellebecq

miércoles, 19 de agosto de 2015

'Por qué la escultura es aburrida'





Por qué la escultura es aburrida fue, ni más ni menos, el título elegido por Baudelaire para encabezar uno de sus más mordaces capítulos de su Salón de 1846, donde se recopilaban las críticas que el genial poeta escribió con motivo de la exposición artística celebrada en dicho año en París. Pues bien, lo que explicaba allí, antes de entregarse a la labor de denostación implacable de los escultores del día, era cómo la escultura era un arte esencialmente antimoderno, en parte por su positivismo brutal y, en parte, o complementariamente, por su naturalismo primitivo. En realidad, Baudelaire estaba pensando en la escultura clásica, ésa cuya definición histórica formal se había configurado a través de la estatua ideal, la genuina aportación plástica de los griegos y sus herederos occidentales.

Con sus proporciones ideales, su serena quietud, su inexpresividad congelada, su moralidad pomposa y, sobre todo, su aire intemporal, estos ídolos de piedra le resultaban insoportablemente anticuados a este teórico de la modernidad, que creía en el artista contemporáneo como un nómada urbano, siempre a la busca de las impresiones fugaces, plenas de vida y color, pura intensidad e ilusión. En este sentido, Baudelaire se inclinaba decididamente por la pintura, más "espiritual", decía, en la medida que embutía la brutal realidad tridimensional en la ficticia e imaginativa bidimensionalidad.
Trece años después, en el Salón de 1859, insistiría de nuevo Baudelaire en sus invectivas contra la escultura como estatua, aludiendo esta vez, desde una perspectiva política, al anacronismo que suponía creer que cualquier héroe contemporáneo puede durar más allá no ya de su propia generación, sino ni siquiera de la puntual circunstancia que le ha elevado por encima del resto de los mortales.
De esta manera comentaba el espanto que le producía a cualquier paseante urbano verse señalado por alguno de estos próceres en piedra o bronce, elevados sobre un pedestal, y a los cuales no tenía el gusto de conocer.

Proceso modernizador

Paradigma de lo intemporal, en fin, la escultura como estatua se acabó cayendo de su pedestal por sí misma, como algo imposible de actualizar en el universo moderno. De hecho, como lo ha señalado R. Krauss, el proceso modernizador de la escultura contemporánea se desarrolla, a partir de Rodin, como un deshacerse de la estatua, que comienza perdiendo el pedestal para convertirse posteriormente en algo excéntrico a cualquier antroprocentrismo, figura, proporción o espacio."Campo expandido", denominó esta crítica americana al territorio indeterminado donde se viene desarrollando eso que seguimos llamando hoy escultura, pero que puede ser igual una fotografía, un vídeo, unas líneas marcadas en el desierto, en realidad, cualquier cosa definida por su "condición negativa".

martes, 18 de agosto de 2015

¿Están las series cambiando la realidad?

 16/08/2015



Cada época tiene sus contraseñas. “Klopstock pasó a ser sinónimo de una nueva relación entre leer y vivir, de entender la vida siguiendo el ejemplo de la literatura”, escribe Stefan Bollmann en su recomendable ensayo Mujeres y libros. Una pasión con consecuencias (Seix Barral): “En Las desventuras del joven Werther,novela publicada en 1774, sólo hace falta pronunciar este nombre para que la joven y el joven, enardecidos por el baile mientras fuera azota una tormenta nocturna, se abran el corazón mutuamente”. La obra de Goethe es hija de la Klopstock, provocó también una auténtica fiebre: los jóvenes lectores comenzaron a vestirse y a comportarse como el personaje suicida —y a suicidarse por centenares—. Fue prohibida en varios países, porque la censura es pura conservación e intenta que la lectura no cambie la realidad.
Pero lo cierto es que ese es el poder más radical de los textos: no sólo transforman nuestras neuronas, también devienen gestos y acciones, que a veces trascienden del individuo aislado al colectivo sincronizado. Los más influyentes, como La Biblia, El Corán, Sobre las revoluciones de las esferas celestes, La Enciclopedia, El origen de las especies o La interpretación de los sueños, provocaron en su momento revoluciones que siguen activas. Dogma o ciencia, son leídos como no ficción.
Según la socióloga de origen marroquí, en el centro del estilo emocional de nuestro cambio de siglo está la cultura de la terapia. Eso son las redes sociales: una gran psicoterapia constante y colectiva. En su circulación perpetua se insieren las series de televisión, como parte ahora sí fundamental de la conversación social (junto con los deportes, la salud, la tecnología, la política o la comida, como temas principales).Más difícil, en cambio, es medir la capacidad de cambio social de los textos ficcionales. Varias generaciones del siglo XX aprendieron a besar en las películas de Hollywood. La ficción porno nos ha enseñado a follar en el XXI. Siempre invocamos los mismos precedentes de esa tradición emocional, en el ámbito de la configuración del amor: cómo el neoplatonismo, la poesía trovadoresca, la novela de caballerías, el petrarquismo, el romanticismo, la novela realista, las revistas femeninas o el movimiento hippie fueron creando lo que Eva Illouz ha llamado “estilos emocionales”, los modos en que “una cultura empieza a preocuparse por ciertas emociones y crea técnicas específicas –lingüísticas, científicas, rituales– para aprehenderlas”, leemos en La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (Katz).
La duración es el rasgo fundamental de las series: tanto en su propia materia como en nuestra experiencia de recepción. La convivencia con ese mundo y sus seres va filtrando en nuestro cerebro lenguaje, comportamientos, valores. El éxito arrollador de Gomorra en Italia, el año pasado, hizo que la imitación de las frases del guion fuera habitual en las reuniones entre familiares y amigos. Broma cómplice o contraseña, se pronunciaba repetidamente mientras se organizaban protestas contra la representación estereotipada del sur de Italia como territorio criminal. El grado cero del efecto de la ficción serial sobre la realidad lo encontramos en el cuerpo de los actores. En Hombres fuera de serie (Ariel, 2014) —la gran crónica panorámica sobre la tercera edad de la televisión— Brett Martin alude en diversas ocasiones al apego y a la identificación de varios actores con sus personajes: desde James Gandolfini con Tony Soprano (“reconocía no dormir del todo tranquilo al saber que el destino de Tony estaba en manos de David Chase”) hasta Peter Krause con Nate Fisher (dejó de aceptar que su personaje fuera un eterno adolescente), pasando por Indris Elba, que tuvo que asentir finalmente, tras un cabreo considerable, a que Omar Little meara sobre su cadáver (bueno: el de Stringer Bell). El personaje de ficción va ocupando capas de piel del actor o actriz que lo encarna a causa de la exposición prolongada a la radiación de la personalidad imaginada.
Las series movilizan comunidades de inteligencia colectiva. No hay más que pensar en la Lostpedia o la Fringepedia, auténticos repertorios eruditos de información acerca de los mundos creados, respectivamente, en Perdidos y Fringe. O en las redes estables de fans que ejercen de modo altruista la subtitulación (como Argenteam, que nació como plataforma para aprender inglés). O en las redes inestables de antifans que atacan una escena, a un personaje o toda una serie. Porque la inteligencia colectiva a menudo es más bien instinto en masa.
Y tal vez sea en ese nivel, digamos, prerracional, donde más penetran las teleficciones: normalizando la presencia de mujeres de todas las razas en los más altos niveles de la política estadounidense; hablando sin ambages del espionaje o de la tortura de Estado o de las cárceles o de los drones; generando un debate polifónico e informado, que por su aspecto ficcional parece de baja intensidad, pero que quizá vaya calando de un modo que ya no pueda hacerlo el periodismo. Mad Men cambió la moda (primero en los diseños elitistas de Michael Kors, Prada, Louis Vuitton o Marc Jacobs; después en el mainstream de Mango y Zara) y la miniserie documental The Jinx permitió que su protagonista, que durante décadas se había librado de la cárcel, tras una inesperada confesión de sus crímenes cuando creía que el micrófono estaba desconectado, haya sido finalmente procesado; pero los cambios más duraderos no son tan fácilmente rastreables.
En el último capítulo de la tercera temporada de Orange is the New Black hay una alusión a Walter White, de Breaking Bad; pero la propia Piper, que se ha malogrado, para intimidar a sus compañeras de la prisión se refiere en cambio a El Padrino. También en Suits se suceden las bromas y las referencias tanto a películas como a series.
Tras la influencia extrema de Frozen en niñas y preadolescentes es imposible afirmar que las series han invadido el lugar del cine como generador de modelos. Estamos en una época de convivencia. Pero sí intuyo que lo audiovisual (con literatura en forma de guiones) está influyendo en la realidad más que lo exclusivamente textual. Tal vez el último libro que actuó como gran contraseña fuera Rayuela: en los 90 todavía entendíamos como “romántico” lo que así había decidido que fuera Cortázar; para mi generación (los nacidos en los 70) el amor y sus códigos todavía fueron regidos sobre todo por la literatura.
Los nacidos en los 80 y en los 90 tal vez hayan sentido un eco de esa experiencia con Los detectives salvajes de Bolaño, hija de la obra maestra cortazariana. Pero mi sensación es que —excepto los cosplayers, que sí sitúan una única ficción en el centro de sus vidas— los seres humanos hemos dejado de tener contraseñas principales: nos guiamos por una mitología personal muy franskenstein, hecha con retazos de lecturas que provienen de todos los lenguajes narrativos y simbólicos que nos rodean.

domingo, 16 de agosto de 2015

LECTURAS DE VERANO, PÍO BAROJA

Luis Antonio De Villena
25/07/2015

 



A Pío Baroja (1872-1956) hay que leerlo de todas las maneras. Era un gigante y un raro. ¿Qué más se puede decir de un gran escritor? Con fama de huraño y misántropo, don Pío conoció muy bien la bohemia de principios del siglo XX. Y él, médico que apenas ejerció, tuvo mucho de bohemio y de hombre de orden a la par. A don Pío sólo se lo empieza a entender si comprobamos que era un gran anarquista individual, amante de todas las libertades, pero que le gustaba la vida de orden. Él que retrataba mucho en sus novelas (siempre cautivadoras) vidas de aventureros y conspiradores, se mudó de un hotel en Roma porque aquella noche había habido una pelea… Fue muy amigo de Azorín y daban grandes paseos juntos por El Retiro madrileño  -Baroja vivía muy cerca- y dicen que se llevaban muy bien porque apenas hablaba ninguno. A don Pío no le gustaban los niños, tan latosos y ruidosos, y por ello los espantaba y por su tierra lo llamaban “el hombre malo de Itzea”, paseando con el ancho gabán desportillado, la boina y la mirada buida y perdida. Pío Baroja escribió tantísimo que no se puede leer todo, escribía voluntariamente desgalichado, en un estilo sin florituras, pero con tal poder de arrastre narrativo, que cuando se comienza no se puede dejar casi ninguno de sus libros. ¿Empezar por “Juventud, egolatría”, que son textos cortos, o por esa gran novela desengañada que es (1901) “Camino de perfección”? Dos excelentes opciones.
Don Pío huyó de la guerra civil pero volvió pronto al caer su querido París. No era hombre político (aunque también escribió de ese tema)  sino un ácrata pacífico, dueño de una panadería ilustre y fina en Madrid, “Viena-Capellanes”. Se puede leer “Las noches del Buen Retiro” (1934) donde ya con cierta distancia, don Pío recuerda el Madrid de principios del XX en aquellas noches de verano. Aunque quiso a Rubén Darío se diría que su genio no era nada poético, pero en 1944 publicó un libro de versos, adrede coloquiales y algo vulgares, “Canciones del suburbio”  que son una muestra algo tardía pero estupenda del feísmo modernista.  Juan Benet fue un gran admirador de don Pío ytambién dos grandes escritores norteamericanos, Hemingway y John Dos Passos. Este último lo recomendaba insistentemente y Hemingway acudió a verlo en el lecho final, donde Baroja luce su anticuado gorro de dormir. Murió con 83 años largos –viejo claramente para la época- y aunque seguía teniendo detractores, también por su misantropía y genio peculiar, todos terminamos sabiendo  que don Pío, solterón y probablemente misógino también, ha sido uno de los genios de nuestra literatura, desde “Vidas sombrías” (1900) sus primeros cuentos, hasta las finales y caudales memorias, “Desde la última vuelta del camino”.  Pero se pueden leer en estos ocios fértiles, textos tan diferentes como “César o nada” (1910) o “El Hotel del Cisne” (1946).  Hay tanto donde elegir que se torna difícil. Pero no hay lector verdadero que pueda desechar a don Pío: era un genio solitario y soturno, con leve vocecilla y un caudal narrativo dentro. Un escritor enorme, como sin darse cuenta.