lunes, 27 de abril de 2020

Escribir_Eduargo Moga










No anteponer adjetivos. Buscar el sustantivo que mejor designe el sentimiento o la cosa. Eludir los principios o las terminaciones iguales dentro de una misma frase o pasaje, a menos que la repetición persiga un efecto musical. Omitir toda información superflua; sobre todo, no utilizar los pronombres posesivos cuando la información sobre el poseedor es inequívoca. Procurar que el adjetivo siempre aporte información. Procurar que el adjetivo establezca con el sustantivo una relación polémica, que le inyecte tensión y ayude, así, a definirlo de nuevo. Cultivar la paradoja. Huir como de la peste de los adverbios en -mente (recordar que García Márquez no escribía nunca ninguno). Huir aún con más ahínco de los gerundios (dejarlos para los jueces, los registradores de la propiedad y los escribidores semianalfabetos). No explicar lo que sucede: dejar que suceda (o, mejor, hacer que suceda). No acentuar el adverbio "solo", a menos que haya ambigüedad con el adjetivo homónimo. Utilizar todo el diccionario y, si es insuficiente, inventar las palabras que se necesiten. No emplear jamás una frase hecha, excepto para destriparla o parodiarla. No incurrir en tópicos: no decir lo que todo el mundo dice, ni como todo el mundo lo dice. Escribir lo que se ve tanto fuera como dentro de uno. Subrayar los elementos sensoriales del lenguaje: arrancarle color, aromas, sonidos, formas. Recurrir a extranjerismos solo cuando —y mientras— no haya una correspondencia adecuada en el idioma en el que se escribe. Si se puede decir con menos palabras, decirlo con menos palabras. No hinchar las metáforas: ser exacto en la alucinación. El punto va siempre, siempre, fuera de los paréntesis y las comillas. Ser consciente de que también se escribe, con el eco de lo dicho o de lo no dicho, en el blanco de la página. No tener miedo a contradecirse, si los opuestos expresados contienen verdad. En las enumeraciones, cuando algunos de sus elementos incluyan comas, separarlos con puntos y coma. Evitar vaguedades, imprecisiones y anfibologías. Evitar, por eso mismo, los puntos suspensivos. Cuando se esté enredado o no se sepa cómo continuar, poner un punto. No decirlo todo: la elipsis suma. Sorprender al lector (y sorprenderse uno mismo) con un giro inesperado, con una interrupción opulenta, con un desorden cautivador. Procurar que las enumeraciones no disfracen una momentánea incapacidad para hilvanar la prosa (o el verso), sino que tengan entidad —sentido estético— por sí mismas. No alargarlas innecesariamente. Evitar la repetición de formas verbales —y sobre todo de las más aparatosas, como el pretérito pluscuamperfecto— en una misma oración o fragmento. Salpimentar con ironía: burlarse (bastante) de uno mismo. Primar la naturalidad de la expresión: evitar caracoleos, forzamientos y tumescencias. Alternar frases largas y cortas. Fundir, en la justa medida, lo lírico y lo narrativo. Ser generoso, pero no manirroto, con los signos de puntuación. Servirse del "pues" ilativo, pero abominar del causal. Soltarse, desinhibirse, liberarse. Elegir palabras y construcciones que abran ventanas, posibilidades: que no solo transmitan ideas, sino que las creen. Lo preferible sigue siendo sujeto, verbo y predicado. Estimular la prosa (o el verso) juntando palabras que designen realidades muy alejadas entre sí, como constelaciones y lagartijas o prostitutas y colibrís. Jugar con el lenguaje, pero no hasta el punto de convertirlo en un mero juego. Sustituir de vez en cuando las conjunciones causales por los dos puntos. No olvidar que, como decía Borges, la literatura es un hecho sintáctico. No olvidar tampoco que los signos lingüísticos son arbitrarios, y que nuestras decisiones a la hora de elegir unas palabras u otras, o unas construcciones u otras, son discrecionales: nada es, pues, definitivo, absoluto o inmejorable. Promocionar el punto y coma; el punto y coma es el más sutil y enriquecedor de los signos de puntuación. Insuflar el tono que queremos: no dejar que el texto imponga el suyo. Ser restrictivo con las locuciones pronominales con "cual". Tener en cuenta que expresiones distintas producen efectos distintos y que, en consecuencia, nunca se debe elegir nada que no atienda al fin comunicativo que se persigue (a menos que, en medio del trabajo, decidamos cambiar de objetivo). Usar muchos conectores. Ser poco pudoroso: el pudor es un gran enemigo de la literatura. No temer la extensión, si el exceso es natural. Potenciar la coherencia del texto con paralelismos, resonancias e iteraciones. Escribir con entusiasmo, aunque sea la carta en la que anunciamos nuestro suicidio. Usar comillas angulares para citar. Desconfiar de los polisílabos y, cuando sean artificiosos, exterminarlos sin piedad. No decir "poner en valor", "empoderar" ni "yo pienso de que...". Consultar sin temor los diccionarios, los manuales, las enciclopedias. En general, preferir un sinónimo (pero no un sinónimo rebuscado) a la repetición de un mismo término (a menos que la repetición pretenda un efecto intensificador o que haya un par de líneas de distancia hasta que la palabra aparezca otra vez, en cuyo caso se puede ser indulgente). Evitar pleonasmos, redundancias y tautologías. Ser pródigo con el sintético y delicadísimo "cuyo". No temer los incisos, los excursos, las arborescencias, siempre que se integren equilibradamente en el devenir del texto. Mezclar lo abstracto y lo material. Mezclar lo grave y lo intrascendente. Deslizar arcaísmos y cultismos, pero también onomatopeyas y vulgarismos. Escribir de forma que el texto siempre se perciba actual, hecho hoy para la gente de hoy, pero también futuro, hecho hoy para la gente de mañana. No explicar los chistes. Tener cuidado con las hipérboles, no sea que aplasten la idea. Evitar las cacofonías: decidir en cada momento qué es una cacofonía. Decir con seriedad lo que se pretende gracioso. Decir con gracia lo que se sabe terrible. Preferir siempre arriesgarse a acomodarse. No perder nunca el aliento de la frase (o el verso): seguirlo hasta que se extinga. No acentuar los pronombres demostrativos. No abandonarse a la brevedad: puede convertirse en charlatanería. No usar mayúsculas en los nombres comunes, aunque designen cargos muy gordos o cosas muy importantes. Separar siempre los vocativos y los ablativos absolutos con comas. Practicar sin restricciones la interrogación, pero muy poco, o nada, la exclamación, que debe deducirse de la idea correctamente articulada. No temer lo soez: utilizarlo cuando sea la forma más directa y expresiva de decir lo que se quiere; lo soez es limpio (o nosotros tenemos que hacerlo limpio, utilizándolo). Evitar las perífrasis y los circunloquios. Recurrir a eufemismos solo cuando sea imprescindible (y determinar con sensatez cuándo es imprescindible). No gustar de ampulosidades: la grandilocuencia es un veneno ("llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala", recomienda maese Pedro en el Quijote; y Antonio Machado traduce con mucho tino "los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa" por "lo que pasa en la calle"). Preferir los términos específicos a los generales. Preferir que nos fusilen al amanecer contra la tapia de un cementerio a utilizar el adjetivo "mismo" para sustituir un sustantivo que se acaba de mencionar. No utilizar verbos vacíos. No dejar nunca de leer. No dejar nunca de corregir. Escribir como si se amasaran las palabras, como si fuéramos a estamparles un beso en los morros o acariciarles las nalgas, como si fuesen un cuerpo amado. Pero recordar que la literatura no tiene importancia. Recordar que, por bien que escribamos, todo queda en nada.










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