domingo, 20 de marzo de 2022

El instante y la libertad en Montaigne Rachel Bespaloff


Publicado el 2022-03-20

Estos tiempos son apropiados para corregirnos haciéndonos retroceder, por disconformidad más que conformidad, por diferencia más que por acuerdo.

Montaigne, Los ensayos.

Cuando el autor de los Ensayos redescubre, esta vez fuera del cristianismo, el sentido de la interioridad, puede ser considerado como el heredero directo de la doctrina agustiniana del tiempo. Es algo característico que para el fundador, como para el renovador del pensamiento en Occidente, el éxtasis no suprima de ningún modo la distancia entre el hombre y Dios, ni implique la disolución de lo finito en lo eterno. Agustín desdeña el refugio que le ofrece, más allá de la historia, el éxtasis sensible que le cure la enfermedad de la existencia. Ni uno ni otro admiten que el instante pueda descargar al hombre del tiempo, que es su misma existencia. Si la atención no envolviera la intención de asumir la verdad desvelada, todo sería en vano. Montaigne, por su parte, describe la duración de la conciencia como una distentio, un “movimiento irregular perpetuo, sin modelo ni objetivo”. Pero al inacabamiento del devenir opone otra forma de eternidad que consiste en la plenitud del presente por una vocación terrenal.

La imagen que mejor nos ofrece este arrobamiento es quizás aquella en que Montaigne evoca la felicidad de recobrar “como si se produjera un relámpago, la hermosa luz de la salud, tan libre y tan plena”. “A qué punto —añade— la salud me parece más bella tras la enfermedad, tan cercana y tan contigua que las puedo reconocer una en presencia de la otra con su mejor acompañamiento” (Ensayos, III, XIII, 1633). Del mismo modo que la salud recuerda la enfermedad, la plenitud recuerda la muerte. ¿De qué sirve envalentonarse ante ella?

* * *

Montaigne por supuesto, no podría amar la revolución; sin embargo, teme tan poco al cambio social que no duda en comparar el odio a la igualdad a la falta de equidad: las leyes, dice “a menudo están hechas por necios, las más de las veces por gente que, por odio a la igualdad, carece de equidad, pero siempre por hombres, autores vanos e inciertos” (Ensayos, III, XIII, 1602). Puede reprochársele que no sea más que un burgués con una ideología de burgués, un liberal que se amolda a la opresión, un antidogmático que se amolda al dogma, un diletante que no quiere entender que es la revolución lo que cambia la historia y no la crítica lo que cambia la historia. A estos reproches, Montaigne responde que la crítica no es ni una pasión del cerebro, ni el cerebro de la pasión —pues la pasión puede prescindir muy pronto del cerebro—, y que el terror no ahorra a nadie el aprendizaje de la libertad con miras a buscar la verdad. Montaigne responde que el arte de vivir, tanto para los individuos como para las clases y para las naciones, es el arte de curar, si no la enfermedad original, la presunción que los convierte en personas distintas a las que son y fomenta continuamente la rebelión contra sí mismos. Montaigne añade a todo esto algunas máximas sobre las que conviene reflexionar:

“La persuasión de la certeza es una prueba cierta de locura y de incertidumbre extrema” (Ensayos, II, XII, 806)

“Cuando mi voluntad me entrega a un partido, no lo hace con una obligación tan violenta que infecte mi entendimiento (…). Adoran todo lo que está de su lado. Yo ni siquiera excuso la mayoría de cosas que veo en el mío” (Ensayos, III, X, 1510).

La última palabra de la sabiduría de Montaigne es la gracia en todas las acepciones de ese término, la gracia como don divino, la gracia como libertad otorgada, la gracia como libertad conquistada, como fruto de un entrenamiento tan paciente como el de un bailarín, tan severo a veces como el de un asceta. El término medio entre los extremos no es a menudo más largo que la cuerda rígida por la que avanzamos por un prodigio de equilibrio. Montaigne no responde a todos nuestros problemas. Lo hemos dicho y lo hemos repetido, Montaigne no descendió a los infiernos. Nos enseña modestamente a no transformar la vida en un infierno. Y esto ya es bastante difícil.


————————-

Fragmento del libro del mismo título, publicado por Hermida Editores, marzo 2022, Traducción y prólogo de Manuel Arranz.

Rachel Bespaloff escritora y pensadora ucraniana de expresión francesa. Nació el 14 de mayo de 1895 en Nova Zagora (Bulgaria). En 1897 su familia se instala en Ginebra, donde Bespaloff estudia dansa y música. Poco después abandonó la música y comenzó su interés por la filosofía, bajo la tutela de Lev Shestov. Tras el ascenso del nazismo se traslada a los Estados Unidos en donde imparte clases de literatura francesa. En 1949 pone fin a su vida de manera voluntaria. Se sabe poco de esta autora y sus ensayos son difíciles de encontrar. Uno de sus libros De la Iliada. Por ello es todo un prodigio y una suerte haber encontrado, hace unos días, este breve y profundo texto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario