martes, 2 de octubre de 2018

Habitar espacios autónomos de supervivencia - Desmantelando el legado de la modernidad


Irmgard Emmelhainz

Publicado el 2018-09-29
El arte, en un mundo en ruinas, se establece a sí mismo como morada habitable.
—Hannah Arendt (1)
En la experiencia de profunda tristeza, el mundo en sí parece alterado de alguna manera: matizado por la tristeza, o desfigurado … [Esto se origina] en la desolación, en el sentido de que el mundo está congelado y que nada nuevo es posible. Esto puede llevar a terribles paroxismos de destrucción, intentos de romper el caparazón de la realidad y liberar al auténtico yo que está atrapado dentro; pero también puede llevar al yo hacia nuevos compromisos que reconozcan la urgente necesidad de desarrollar otra lógica de existencia, otra forma de seguir adelante. 
—Dominic Fox (2)
El objetivo de toda la propaganda enemiga no es aniquilar una fuerza existente (esta función se le atribuye normalmente a la fuerza de la policía), sino aniquilar una posibilidad no vista de la situación, una posibilidad no antes considerada de la situación. 
—Alain Badiou (3)

Yo creo que, eventualmente, él(la) comienza a creer en el mundo, es decir, aquél otro mundo donde nosotros moramos y que tal vez hasta crea en cultivar esta ausencia, este lugar que se aparece aquí y ahora, en el tiempo y espacio del soberano, un mundo como una ausencia, oscuridad, muerte, cosas que no son.
—Stefano Harney & Fred Moten (4)

Hoy en día, el poder se manifiesta de manera abiertamente ofensiva e intolerante, propagándose con lenguaje racista y declaraciones misóginas. En noviembre del año pasado, durante la Cumbre Climática de las Naciones Unidas en Bonn, el gobernador de California Jerry Brown les dijo a los manifestantes indígenas que exigían frenar la extracción ilegal de gas esquisto en sus tierras: “Let’s put you in the ground” (su consigna es “Keep it in the ground”) (5). En la actual versión desnuda del capitalismo absolutista – desnuda porque ya no lleva la cubierta de la corrección política o del discurso del respeto a los derechos humanos –, ha dejado de tener sentido pensar que el mundo está dividido en “Primero” y “Tercero”. En el mundo en que vivimos, coexisten enclaves modernos de privilegio y sofisticación cultural con enclaves habitados por lo que llamo “poblaciones redundantes”. Este sector de la población tiene un acceso diferente – o no lo tiene – a servicios de salud, ciudadanía, deuda, educación y trabajos; algunos de ellos habitan “zonas de sacrificio”, las cuales, según varios autores, son la manifestación contemporánea del colonialismo. De acuerdo con Naomi Klein, las zonas de sacrificio son habitadas por comunidades en situación de supervivencia y soportan la carga tóxica de nuestra necesidad sistémica de consumir combustibles fósiles. Sus comunes y formas sustentables y autónomas de vida –lo que Raquel Gutiérrez llama entramados de reproducción– están siendo el blanco de la actual manifestación de la violencia subcontratada de Estado y corporativa. Como veremos, los entramados de reproducción están sitiados porque al ser ajenos al proceso de valorización en los mercados, amenazan la expansión del capitalismo. Los esquemas tecnocráticos y de poder los consideran directamente formas de insurgencia y por lo tanto, están siendo destruidos en nombre de la pacificación y el desarrollo. Además, su destrucción –que también se ha descrito como “formas injuriosas de interdependencia”– está de facto sustentando los privilegios de la gente que vive en los enclaves modernizados quienes niegan, mientras que justifican la aniquilación de las poblaciones redundantes con la lógica de incluirlos en los mercados globales. Por ejemplo: la extracción de gas esquisto en el estado canadiense de Québec para suministrar gas natural a la ciudad de Montreal; o la destrucción de las comunidades alrededor de la Presa Cutzmala y el Valle de Mezquital, que han servido para proveer a una fracción de los habitantes de la Ciudad de México de agua potable.
Ante este panorama, y en el contexto de la industrialización a escala global de la producción cultural, el arte tiene la obligación de renunciar a su autonomía y de ser útil. Esto significa que la calidad estética ahora se contrapone a la efectividad crítica de una obra de arte o a la potencial efectividad que podría tener en el campo social para construir comunidades, salvaguardar el tejido social o dar visibilidad a las poblaciones despojadas. El “conflicto” es ahora tema de intervención cultural y estética. Por lo tanto, las prácticas artísticas deben desatar “inquietudes bellas” para reconfigurar la ética y proponer soluciones al cambio climático y dar lugar a asambleas antagonistas y a ocupaciones. Como nicho en la producción cultural ligada a la práctica política, lo que es importante para la “política sensible” es la manera en la que se representan los estados de las cosas con el objetivo de brindar formas no-gubernamentales de politización que puedan codificar actos políticos inestables en formas artísticas sofisticadas. Asimismo, la materia prima y la meta estética del arte socialmente comprometido (que es una rama del arte público) son lo social y lo público, con el objetivo de devolverle a las instituciones un sentido de función pública, por un lado, y por otro, explorar la capacidad del arte de definir un campo democrático (6). Estas prácticas artísticas sirven como plataformas a través de las cuales se puede implementar cambio verificable, basado en la creencia que el arte que aborda temas de justicia social, eventualmente logrará justicia social más allá del ámbito del arte, y que logrará actos notables de movilización colectiva por medio de la mediación creativa y del “diseño social” (7). 
Este esquema de prácticas artísticas supuestamente liberadoras, está insertado en la primera de las vertientes en una falsa oposición para combatir al capitalismo absolutista: está del lado de la continuación del proyecto de globalización de la modernización, desarrollo y democracia que promete prosperidad y emancipación. Del otro lado, está el surgimiento de las identidades nacionalistas agresivas detrás de los nuevos fascismos que están tratando de contener los excesos desestabilizadores de las dinámicas de la globalización al recurrir a modos de vida tradicionales. Existe también una tercera vía, la anti-capitalista, que surge del antes llamado “tercer mundo”, y que propone como fuente de resistencia a la globalización las antiguas tradiciones asiáticas, latinas o africanas. Entonces, el impasse de la política de la izquierda consiste en estar atorado entre las falsas soluciones de resistir al capitalismo global a favor de las tradiciones locales que destruye, u oponérsele a partir de un proyecto de emancipación universal diseminado por ejemplo, por la política de partidos, el arte contemporáneo y las prácticas culturales en general. Sin embargo, aunque se lograran frenar las políticas de austeridad y privatización de la inminente neoliberalización de los Estados, y eventualmente se implementara algo así como un ingreso básico universal para paliar la precariedad laboral, este esquema no está considerando que el actual sistema de interdependencia global sustentado por la economía de los combustibles fósiles y la financialización, ya no puede asegurarle a casi nadie vidas sustentables y dignas. Entonces, empieza a propagarse un sentimiento apocalíptico.
Por ejemplo, el teórico alemán Wolfgang Streeck describe cómo el capitalismo contemporáneo está desapareciendo por sí solo porque está colapsando a partir de sus propias contradicciones internas (8). Según Streeck, lo que viene después del capitalismo no es ni el socialismo ni otro orden social definido, sino un interregnum, un periodo de entropía social y desorden. Llegaremos a este escenario de tipo Estado fallido, según Streeck, tras el declive del crecimiento económico y la intensificación del conflicto distributivo y la desigualdad, a los que les seguirá la evaporación de la posibilidad de administrar las macroeconomías debido a la ubicuidad de la corrupción de todo tipo. Y así, llegaremos a un momento en que el capitalismo como régimen económico dejará de poder sostener a la sociedad. A ello agreguémosle que la élite está activamente contribuyendo al desmoronamiento del orden social actual con su falta de capacidad para mantenerlo y su carencia de visión para instaurar uno nuevo. Es decir, las élites globales –el 1% y de los tecnócratas que administran sus intereses y que nos gobiernan–, además de ignorar el daño colateral del modelo económico del capitalismo y de ser incapaces de implementar protocolos para relacionarnos con el medio ambiente de manera distinta a la extractiva, viven con la convicción que el mundo en el que vivimos, aunque no sea el mejor de los posibles, es el menos peor y que, por lo tanto, el cambio radical sólo podría empeorar las cosas. Claramente, la plutocracia global vive en una burbuja (que incluyen los refugios privados para la eventualidad del apocalipsis) (9), en un mundo aparte en el que se aplican reglas distintas porque los procesos legales y autoridades policiales están diseñados para protegerlos y modificar las leyes para complacerlos. 
Así, el colapso del sistema capitalista global se debe a que el absolutismo capitalista que impera es la corrupción legalizada, y su punto de partida es la apropiación de todo para incorporarlo al campo de valorización. La figura del trabajador de antaño, heroica y expresiva de su potencial creativo, fue sustituida por el mandato del cultivo del capital humano propio, la dedicación entusiasta al trabajo y la aceptación sin resistencia de la precariedad. Mientras que ahora todo el mundo tiene que rascarse con sus propias uñas porque las instituciones colectivas están siendo erosionadas por las fuerzas del mercado, los entramados comunitarios de sustento están siendo directamente violentados a través de la valorización y de la violencia corporativa y de Estado. Y aunque la materia prima de la industrialización –los recursos naturales– ha resultado ser finita, los trabajadores contribuimos ahora a la reproducción de la sociedad capitalista y nos hemos transformado en crévards, u “oportunistas codiciosos”, como lo plantea el Comité Invisible, explotándonos unos a otros bajo el marco de la economía colaborativa (10). Además de las ya mencionadas poblaciones redundantes que quizá habitan en zonas de sacrificio, y que están excluidas de la posibilidad de ser explotadas y de los ciclos de consumo en una situación de supervivencia.
Según la narrativa apocalíptica de Streeck del interregnum que sigue al colapso del capitalismo, los cambios que ocurrirán serán impredecibles y el futuro se regirá por la desintegración institucional y la indeterminación estructural. Pero al contrario de lo que se piensa, el desmoronamiento del capitalismo no va a traer un tipo de colapso generalizado que haga que tengamos que construir nuestras vidas de manera autónoma por medio de acuerdos voluntarios entre individuos consensuados. No será tan fácil como lo pinta Streeck, precisamente porque por un lado somos sobrevivientes de la alienación. Según Karl Marx, la Entfremdung es la condición subjetiva que deriva de vivir en una sociedad estratificada en clases sociales que disocia a los sujetos de su esencia. 
 Detalle de  Jobkill  de Hariton Pushwagner, 1990.
Detalle de Jobkill de Hariton Pushwagner, 1990.
Para Marx, el trabajo asalariado también separa al trabajador de su esencia, de lo que produce, del acto de producción. A esta forma de alienación le sigue la alienación social. Recordemos aquí la consigna de Margaret Thatcher: “There is no such thing as society. There are individual men and women and there are families […] people must look after themselves first. It is our duty to look after ourselves…” (11), lo que resultó en una forma de relaciones sociales capitalistas con un bajo nivel de integración, sin valores en común y con un aislamiento entre los individuos y los grupos de gente: una noción de sociedad constituida como un poder ajeno con el que no se puede interactuar. 
Por otro lado, el capitalismo absolutista está atacando los entramados de reproducción que funcionan fuera de los mercados, porque el riesgo principal de la desintegración de la sociedad asalariada no son ni el estado fallido, el calentamiento global o el colapso medioambiental, sino precisamente “que los humanos puedan inventar usos imprevistos de su tiempo y de su vida, y que se tomen a pecho la cuestión de su significado” (12). En ese sentido, en México, la llamada “Guerra contra las drogas” declarada por Felipe Calderón en 2006, no es un conflicto entre grupos armados sino el hecho de que mujeres, niños y hombres de clase trabajadora están siendo el blanco de una estrategia de terror. La guerra se basa en la intensificación generalizada de la violencia de Estado y corporativa contra las capacidades de reproducción de la vida, es decir, contra las capacidades de las colectividades humanas para organizar y dirigir la vida en colectivo. La “Guerra contra las drogas” funciona a través de la garantía de impunidad y militarización para expandir el capitalismo, el control social y el fortalecimiento del Estado. El objetivo principal de la guerra, repito, es la destrucción y degradación de las relaciones de reciprocidad y apoyo mutuos, colaboración y confianza que siempre se han cultivados en condiciones muy precarias por los pueblos indígenas de México y que la tecnocracia del aparato del Estado considera una práctica insurgente. 
En este contexto, es obvio que la idealización moderna del campesinado del tercer mundo como fuerza de resistencia y cambio ha sido abandonada. De Hegel a Marx a Fanon, los despojados habían sido los agentes de liberación de la modernidad, partiendo de la lógica de la transformación dialéctica de la explotación en una lucha revolucionaria universal por la emancipación. Rápidamente, las reformas neoliberales transformaron (o desarrollaron) la economía campesina en una nueva cultura campesina “moderna” en la que individuos despojados de las formas de ganarse la vida y por lo tanto de su dignidad y sentido de pertenencia a un mundo, han puesto de cabeza la posición tradicional que se les había conferido como subalternos. Como “consumidores modernizados” pero sin acceso a crédito, trabajos y mercancías, se están uniendo a carteles y mafias buscando restaurar su dignidad (y masculinidad) herida para revindicar su estatus como consumidores invalidados y pueblos despojados (14). Al matar por dinero y poder, están buscando afirmar su identidad y recuperar su honra a través de una lógica kamikaze. La otra cara de esta lógica autodestructiva es el suicidio, que se percibe como una forma de acción efectiva de los oprimidos, la única manera de disipar la ansiedad, depresión e impotencia de pueblos y comunidades que viven en situaciones intolerables, como por ejemplo las comunidades Attawapiskat y Wapekeka en Ontario, Canadá, que de 2016 para acá han sufrido crisis de suicidios en masa, sobre todo de jóvenes (15). Para Franco Berardi el suicidio –en casos como los de los trabajadores de France Telecom, los campesinos hindúes, los pueblos originarios en América del norte, y los jóvenes por todo el mundo– está funcionando como un acto final de autoafirmación antes de aceptar la derrota que obliteraría cualquier sentimiento de dignidad. Expropiados de sus lenguas por la educación, de la música y canciones por los concursos reality en la televisión, de nuestra carne por la pornografía en masa, de nuestras ciudades por la policía, y de nuestros amigos por el trabajo asalariado precario –la destrucción y la autodestrucción están siendo maneras de recuperar agencia. Y claramente, los regímenes de alteridad ya no ocupan el lugar de otredad que podrían cuestionar las estructuras hegemónicas, en parte porque la modernización hizo que el “Otro” perdiera su alteridad legándonos cuerpos dañados desnudados de significados culturales y expuestos a formas de violencia que no cuentan como crímenes, y en parte porque hoy el único marco aceptable de “agencia política” es la exigencia de la restitución de sus derechos humanos. Esto implica la problemática particularización de las luchas colectivas por una absorción inconsciente de la crisis política por el sufrimiento privado. 
Desde este punto de vista, la intervención cultural en nombre de las poblaciones redundantes, que les ofrece herramientas de reparación y esperanza como la visibilidad, la restitución, la relocalización, la cultura y la contra-información, (nosotros) el sistema está(mos) negando que algo está roto de raíz. Y evidentemente, la función de este nuevo “Sur Global” es el de recordarnos el desastre ético y social que ha traído la modernidad y que se está desmoronando la idea decimonónica según la cual el modo de vida occidental junto con la modernización son lo “normal” y el estándar para medir el progreso (o el cambio histórico). Es decir, el hechizo del progreso universal se ha roto junto con la creencia en que la técnica nos traería crecimiento sin fin y estabilidad política. Dogmas como que los franceses colonizaron Haití pero que la revolución francesa les dio el fundamento ideológico para rebelarse y lograr su independencia, nos suenan ya como propaganda barata de la Ilustración, y más bien, que esta es la ideología del capitalismo: derechos humanos, transparencia, democracia, cultura. Estamos viviendo en el cadáver del modernismo y del capitalismo, y los valores europeos progresistas no nos están ayudando a escapar de la podredumbre. 
Por eso, para acabar con la devastación, debemos antes que nada unir fuerzas para disolver las expectativas de la modernidad. En segundo lugar se trata de reconocer que el colonialismo en realidad lleva puesta una máscara de tecnocracia, desarrollo y cultura como formas de emancipación, y tercero, que esa máscara es la matriz del presente que azuza la ola de extracción y acumulación primitiva a escala global, constituyendo formas de poder que someten a poblaciones y a los territorios a lógicas de raza, burocracia y mercados. En este paisaje de expropiación y violencia, las comunidades que deben hacerse cargo de una herida, son percibidas como los actuales “condenados de la tierra”. Pero es precisamente por eso por lo que debemos tener cuidado en no dejar que la descolonización se convierta en el “Orientalismo” del antropoceno (o capitaloceno o Chthulceno). La descolonización podría fácilmente caer en un mero discurso académico y una producción cultural que la relega a la condicion de simple metáfora, afianzando más al colonialismo de asentamientos lo cual implica racionalizar y mantener estructuras sociales e injustas (16). Ello porque la descolonización no implica revertir posiciones de dominio ni afianzar identidades en las tradiciones y usos y costumbres de los pueblos originarios, sino repatriar la tierra, abolir la esclavitud y desmantelar el imperio. Requiere un cambio en el orden del mundo. Y habremos fracasado si la descolonización se convierte en el nuevo otro constitutivo de la civilización y cultura occidentales; un modo de discurso y no una forma de vida; un estilo de pensamiento basado en la distinción ontológica y epistemológica entre “Occidente” y “lo indígena.” Finalmente, habremos fracasado si los llamados “condenados de la tierra” siguen siendo objeto de intervención y rescate –mientras que si mantenemos esta oposición, lo opuesto seguirá siendo el caso.
Necesitamos, por lo tanto, encontrar urgentemente otras genealogías de pensamiento y de acción que tengan como meta formas de organización autónoma y colectiva que estén a resguardo del capitalismo. Necesitamos historias y narrativas más allá de las crisis, víctimas o mera supervivencia; historias que se apoyen en la auto-determinación y que puedan traer cambio desde dentro, en vez de cambiar supuestamente luego de haber sido reconocidas por un afuera. Estas luchas estarán enmarcadas alrededor de una defensa de las condiciones materiales y simbólicas que garanticen la reproducción de la vida en común para sostener los entramados de reproducción que no están o son mediados por el capitalismo o el heteropatriarcado, sino basados en acuerdos para producir formas de obligación hacia el colectivo (17). Estas luchas por venir, siguiendo a Raquel Gutiérrez, se materializarán necesariamente en pequeños y precarios pasos; el cambio será permanente aunque discontinuo; el cambio será un ritmo que estará presente en casi todos los procesos vitales, como la sístole y diástole de nuestra respiración. Pero sobre todo el cambio contradecirá la temporalidad homogénea, idéntica y lineal del capitalismo y del Estado (18). Por eso, en lugar de esperar a que el capitalismo acabe por desmoronarse encima y a pesar de nosotros, hay que empezar a actuar ya, destituyendo, buscando formas autónomas y colectivas de organización resguardadas del capitalismo para crear relaciones distintas entre las formas de vida y la vida misma. Destituir significa lograr que el colonialismo deje de tener sentido; es producir acuerdos para producir formas de obligación hacia lo colectivo; es la centralidad de garantizar la posibilidad simbólica y material de la reproducción de la vida. 
En Por un habitar más fuerte que lo común (19), el Consejo nocturno propone la noción de habitar como una forma de oponerse, de resistir al actual estado de las cosas. Para ellxs, la palabra que define la alienación es la metrópoli, haciendo un guiño al libro de Marcello Tarí que recoge la experiencia de la autonomía italiana de los 1970s y 1980s titulado: Un comunismo más allá de la metrópoli (20). Para el Consejo nocturno, habitar es precisamente usar nuestro tiempo y nuestras vidas de maneras imprevistas; es la posibilidad ‘no vista’ de la situación; es la forma de romper con el impasse del pensamiento occidental atascado entre la modernidad y la tradición, el universalismo y lo local, el fascismo y el comunismo. Habitar es cambiar el paradigma del proyecto de recuperación o repartición de tierras o de la apropiación de los medios de producción o de las mercancías (porque ya no hay tierra y ya no queremos producir ni consumir), para ocupar el territorio fuera y contra el poder para destituirlo, antes de que el colapso inminente del capitalismo nos aplaste con la sensación apocalíptica que permea el presente. Pero sobre todo, antes de que acabe por completo con nuestra capacidad de reproducir la vida en colectivo. Especialmente, destituir es oponerse al “poder constituido” que expresa la razón pragmática para seguir adecuando las estructuras y fuerzas del país a las necesidades del mercado global con su ideal de: “lograr gobernabilidad con un mínimo de represión y propiciar el crecimiento económico” (21). Implica rechazar también al “poder constituyente”, que elabora imágenes ideales de la sociedad para el futuro apelando a la razón utópica para oponerse a la tecnocracia con nociones de “equidad,” “autonomía,” “comunidad” y “lo público” (22) pero sin poderse desligar del ideal de emancipación universalista moderno que les subyace a estas nociones. Destituir el poder a favor de los entramados de reproducción significa habitar en común, luchar por el territorio y por la autonomía del territorio, frenar un megaproyecto de muerte, parar la gentrificación de un barrio. De este modo, el poder destituyente operará para desmantelar el estado de las cosas del presente a través de la creación de una constelación de mundos autónomos en resistencia a las fuerzas del mercado, instituyendo realidades en secesión de la soberanía del Estado a favor del paradigma del habitar sustentado por de entramados de reproducción y de cuidar la vida.
Habitar se opone a la metrópoli y la metrópoli es imperio, antropoceno, apocalipsis. La metrópoli no es un enemigo fácilmente localizable o tangible. Se escurre por la infraestructura, entre las redes de relaciones humanas, por los proyectos de mejora y restitución del tejido social devastado por la violencia, en los algoritmos del ciberespacio, en los centros comerciales, en las olas de pánico y shock que sentimos al saber que atacaron estudiantes en la UNAM, a turistas en Garibaldi, que hay cuerpos en doce containers pudriéndose en distintos puntos de México. El poder está también inmerso en nuestras herramientas de comunicación, en los alimentos y medicinas que consumimos. 
Como el colonialismo, la metrópoli formatea la vida y la sociedad según sus propios modelos de productividad y transforma la acción autónoma en una serie de conductas gobernadas a través de los dispositivos de la modernidad: ciencia, progreso, tecnocracia, industrialización, diseño, dominio de la naturaleza y de las sociedades. La metrópoli es la idea de que el único destino de los humanos es la producción, y denigra, invisibiliza y explota al trabajo reproductivo, que es considerado como un residuo incómodo de la vida humana. La metrópoli es el estado de excepción permanente, la creación de la dependencia con respecto a los servicios corporativos, la esclavitud a un salario y al endeudamiento, es darwinismo social, que es la sobreposición del interés privado sobre el interés general. 
Dos de los instrumentos de poder principales de la metrópoli son la arquitectura y la planeación urbana; a través de la espacialización del capital, la metrópoli se convierte en la máquina de su propia reproducción, sometiendo el campo de valoración a todas las áreas de la vida cotidiana. Y ni el flaneur situacionista, ni el nostálgico, tienen la capacidad de romper con la alienación que es la metrópoli. Tampoco sirve manipular la infraestructura, si pensamos en la pista de hielo del Jefe de Gobierno de la Ciudad de México, Marcelo Ebrard (1006-2012) en el zócalo; recodificar los espacios públicos es una herramienta que el aparato del Estado se ha sido apropiada para mantener, conservar y perpetuar los órganos de su poder. El poder es soberanía sobre los espacios y los territorios y reina sobre lo que es capaz de incorporar.
Hay que tomar en cuenta también, que el antagonismo entre el proletariado y la burguesía, y la metrópoli como escenario de esa confrontación, ya está obsoleto. También caducó la metrópoli como polis en el sentido de ser el sitio donde el antagonismo se puede expresar haciendo un performance de desacuerdos de facciones diversas de la sociedad civil para exigir que el gobierno funcione. La metrópoli funciona como polis en el sentido de ser poder político solidificado a través de la administración de la policía y de las formas públicas, ya que es una máquina de ordenamiento del territorio que crea conexiones en redes de todos sus elementos para facilitar el libre flujo de bienes, mercancías y finanzas. La metrópoli es una máquina parecida a las redes fantasma que se han abandonado o perdido en los océanos y que son las responsables de atrapar millones de animales marinos, de matarlos y de destruir sus ecosistemas, capturando y destruyendo todo a su paso.
Sigue que la metrópoli es el sitio donde se vive a partir del dispositivo occidental del dominio de la naturaleza y de las sociedades a través de la tecnocracia. No es que se niegue a la tierra, sino que la metrópoli se erige sobre el dominio y destrucción de la tierra para volcarla al paradigma de la producción. Por eso, la metrópoli es la aniquilación de la vida y de toda huella de formas de vida comunales ya sea por expropiación, privatización, el sometimiento a un salario, o por la superproducción institucional de servicios. La metrópoli es también el habernos hecho inútiles para procurar nuestras propias condiciones de reproducción. Porque aparte de ir al súper o al banco, no sabemos hacer nada, ignoramos cómo construir un muro, cultivar una milpa, coser un botón, reparar el refrigerador o el coche, construir un algoritmo, o curar una infección sin antibióticos.
Ahuyentar, destituir la formación del aparato del estado, es habitar porque habitar no coincide con ninguno de los dispositivos de la modernidad. El habitar que propone el Consejo nocturno, se parece al nomadismo descrito en el Tratado de nomadología de Deleuze y Guattari en el sentido de distribuirse a sí mismo en el espacio aferrándose al espacio que va desapareciendo, como un bosque que se desvanece por la deforestación. Habitar es la potencia puramente destituyente de la soledad organizada por la metrópoli que coincide con la elaboración de densidades afectivas y modos de convivencia más fuertes que las necesidades producidas por el paradigma del gobierno y de las corporaciones que nos han despojado de nuestra propia potencia.
Por eso, habitar es hacernos cargo de nuestra existencia. Habitar un territorio es hacerlo propio a través de autonomías, autogestión, autodefensa, asambleas comunitarias, trabajo colectivo. Concluyo matizando la distinción entre la autonomía indígena y la autonomía obrerista: La autonomía indígena no es la autogestión de lo existente (de los comunes) sino apropiarse del territorio a través de experimentación colectiva de formas de vida más allá y contra el Estado y el mercado desmantelando los mecanismos de extracción y dispositivos de gobierno. En la autonomía indígena se abandona el valor de intercambio y el valor de uso adquiere valor ético, comunal y político, a diferencia de la autonomía obrerista que rechaza al trabajo y propone extrañamiento frente a la institución por medio del sabotaje, anti-producción, ingobernabilidad en las fábricas; para la autonomía obrera, atacar la metrópoli significa crear zonas de ilegalidad de masas en el corazón del territorio enemigo, por ejemplo, a través de “mercadillos rojos”, donde se distribuyen mercancías más baratas, o inclusive a través de la apropiación directa de mercancías, hasta la ocupación de las casas. En la autonomía obrera, se lucha contra el poder no para adueñarse de la máquina estatal, sino para extender las zonas liberadas donde pueda florecer una forma de vida comunista. En las zonas liberadas hay reducciones masivas de la factura eléctrica, de gas, agua y teléfono; de este modo, la autonomía obrera es la destrucción de los aparatos de sujeción social y afectiva, la cooperación social absoluta y el deseo de desactivar de raíz toda relación de producción.
Pero ya que desapareció la clase obrera, el Consejo nocturno propone la autonomía a partir del habitar, que es un uso otro del mundo; es destituir en vez de sabotear, asumiendo que tenemos primero que nada destituirnos a nosotros y a nosotras mismas, y luego al poder que diseminado en el campo social. En conclusión: no se trata de poder-elegir, sino de elegir-poder, dándole primacía a la potencia colectiva para hacer una grieta en la realidad en ruinas y comenzar a habitar un mundo otro.

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